20 abril 2011

Algunos micro relatos.

Piedra.
Y de vez en cuando sacaba su piedra favorita para volver a tropezar con ella.

Acuerdo.
-No te confundas, esto es sexo sin amor- dijo él.
-Estás equivocado, es amor sin sexo- respondió ella.
Y cada uno se alejó con el inmenso vacío de haber rechazado lo que más le apetecía. 

Final.
Le dije: "olvídame" y cerré la puerta. 
Contestó: "me recordarás" y hasta hoy sigo oyendo sus pasos.

La Mosca.
Una y otra vez la mosca embiste contra el cristal, nada puede hacer que deje de intentarlo. Como yo cuando te busco, pensando que algún día ese muro invisible se habrá esfumado. Una y otra vez.


Emergencia.
Se nos acaba el combustible ¿Hay por aquí cerca otro planeta al que podamos destripar?

Anuncio.
Se busca urgentemente un hombre que no padezca de amnesia postcoital.  

Suicidio.
Solía pensar en el suicidio. Lo hacía todas las mañanas, a la misma hora, cada vez que su vecina volvía a poner el disco de Julio Iglesias.

Desconocido.
Nunca le había visto, ni siquiera de lejos. No conocía su nombre, ni el olor de su pelo, ni el color de su voz. Por eso no se explicaba cómo podía echarlo tanto de menos.

Mirada.
¿Por qué me miras así? te advertí que si volvías a hacerlo te mataría ¿no podías morirte con los ojos cerrados?

Mensaje.
He recibido un mensaje. Venía en una botella. Al abrirla, me invadieron emociones antiguas. Mi mente fue transportada por aquel aroma a tierras lejanas. Como bajo el efecto de un beso, mis labios saborearon la última gota de aquel rioja. Lástima que quedara sólo una gota.

Indice.


Los cinco deditos de su minúscula mano se aferran al dedo índice de su padre, robusto y firme, como cada vez que busca protección. Desde que aprendió a caminar, ese dedo es para la pequeña el lugar más seguro del mundo. Cada vez que pierde el equilibrio él está allí, a su alcance, listo para darle estabilidad y amparo. La uña perfectamente recortada, el nudillo protuberante y áspero, los pelos negros y revueltos de la segunda falange. No podría confundirlo con ningún otro dedo. Los gritos de su madre no consiguen despojarla de su estado. El chasquido de la guillotina fue certero, limpio, imprevisible y anticipado. El dedo índice llegó rodando justo hasta sus zapatitos de charol. Aunque intuye que hay algo anormal, ella lo empuña y lo alza como si fuera un trofeo.

Dormir.

Hace días que no puedo parar de dormir. A veces despierto convencido de haber descansado suficiente, pero sólo de pensar todo lo que podría hacer, mi cuerpo da media vuelta pidiéndome cinco minutos más. Nada más cerrar los ojos, comienzan a desfilar por mi mente personajes del mundo onírico que estaban acechando para atraparme.
Siempre deseé tener tiempo libre para hacer un viaje. Incluso tengo dinero ahorrado, pero me parece muy agotador. Tal vez un crucero por el Mediterráneo: islas griegas… sur de Italia...  Me veo tomando sol, en la cubierta de un gran barco, o tal vez un velero. Me asomo por la borda y veo a una sirena, me llama coqueta, emergiendo entre las olas. Entonces sé que otra vez he sido seducido y me entrego complaciente a las redes de Morfeo.

Zapatos nuevos.

Es cierto que quería dejar de ser invisible para ti. Por eso se me ocurrió comprar estos zapatos. Pensé que, si una mañana tu mirada los encontraba cuando subieras al autobús, la curiosidad te llevaría hasta mi rostro y por fin sabrías que existo. Es cierto, quería que me vieras, pero no de ese modo. Ahora desearía ser invisible otra vez, para evitar tu risa burlona y los cuchicheos con tu amiga. Ya no quiero zapatos de payaso. Si los tiro por la ventana, todo habrá terminado.  Pero ahora te ríes de mis pies descalzos. No lo soporto, quiero desaparecer. No esperaré hasta la próxima parada.  Si logro abrir la ventana un poco más, tal como lancé los zapatos puedo… ¡lanzarme yooooo!

La gata y la copa.

Roja la copa, rueda. Rueda en la mesa, rota. Roja la mesa, rota la copa. Ruge la gata, cruje la mesa harta de años, llena de gotas. La gata gruñe, salta y planea sobre la mancha, restos de vino color picota. Rueda la copa, cae y se estrella contra el tapete ajado. Lame la gata la dulce gota que cae sobre la copa. Redonda y áspera, roja la gota, rota la copa, raja la lengua de la fisgona gata. Roja la lengua, suave la gata, grata la gota que la emborracha. Limpia la copa, limpia la mesa, se vuelve dócil la gata huraña. Dulce y sumisa, la lengua herida, se duerme y sueña una copa roja que rueda y rueda. Dentro el rioja, huele a tostado y a caramelo. La gata vuela sin alcanzar el manjar preciado que huye dentro del cristal fino, gira que gira, rota que rota.

Demasiado tarde.

Hacía tres meses y medio que esperaba la lluvia. Mientras más ansioso aguardaba, parecía que más se empeñaba en teñirse todo de marrón. Las nubes pasaban incólumes, frescas, como cometas a la deriva, sin la menor intención de convertirse en chaparrón. Al principio regaba como podía, cargando agua desde el pozo, hasta que temí que éste, igual que el cielo, terminara por secarse.
Lo primero en perderse fueron los melones. Cuando supe que no habría agua suficiente, los arranqué de raíz. Así aprovecharía mejor la poca que lograra conseguir. Por las noches me pasaba horas mirando a las estrellas, pidiéndoles que me enviaran alguna señal. Pensé que si veía una estrella fugaz, me indicaría la dirección en que podría encontrar agua. Pero nada en el cielo se movía. Y en la tierra, hasta los sapos dejaron de cantar.
Una noche encendí un cigarro mientras miraba al cielo. No solía fumar, pero la ansiedad me hacía actuar de forma extraña. Caminé entre los pimientos, palpando los frutos raquíticos y las hojas que se deshacían al apenas rozarlas. Seguí caminando hasta el final de la huerta, atravesé la alambrada y caminé aún más, acercándome a la luna que emergía redonda y ámbar. No sé cuánto anduve antes de darme cuenta que aún llevaba el cigarro en la mano, apagado. Al mirarlo con la luz de la cerilla que acababa de encender, observé que la brasa del tabaco había caído entera. Entonces sentí un vacío en el estómago, una corazonada incierta, y apresuré la marcha dando media vuelta. Fue al llegar a lo alto de la colina cuando tuve la evidencia, aquella luz anaranjada que se extendía por todo el maizal, como un reptil tras su presa, y luego trepaba por el viejo roble iluminando hasta las colinas del sur. Corrí hasta la cabaña, cruzando la huerta en llamas, sabiendo que ni toda el agua que pudiera dar el pozo sería suficiente para apaciguar el incendio. Me concentré en eliminar el pastizal que rodeaba la cabaña, consciente de que era lo único que merecía la pena salvar. Pasé toda la noche luchando contra el dragón que yo mismo había engendrado. Machete en mano, cortando todo lo que aún pudiera ser vulnerable. Cuando amaneció, el fuego comenzaba a extinguirse. La luz del sol reveló un escenario teñido de negro, humeante aún, donde, como peces, de vez en cuando brillaban pequeños focos incansables, raíces tal vez que no acababan de consumirse. Todos mis esfuerzos de meses por salvar la cosecha, después de una sola noche no valían para nada. Todo era ramas secas convertidas en ceniza. Me senté en el porche, rendido, y quedé inconsciente de puro cansancio. Me despertó el primer trueno, al que siguió un destello y otro trueno. Entonces vi que el cielo se había vuelto una densa manta gris, que rápidamente empezó a deshacerse para dar vida al más intenso aguacero que he visto caer sobre estas tierras.

Antes de la tormenta.

Era una mañana gris y húmeda; el cielo amenazaba con soltar un chaparrón en cualquier momento. Sin embargo, en el bosque brillaba una luz extraña. Estuve a punto de volver a casa a guarecerme, pero el trinar incansable que manaba del follaje, o el olor a hojas húmedas, o las raíces del castaño bajo aquella luz que todo lo transformaba en verde magma, me hicieron quedarme.
En períodos de estrés me gustaba ir a caminar a la naturaleza. Llevaba una temporada de esas en las que todo sale mal. Oscar, de quien me había enamorado perdidamente, había decidido marcharse con mi mejor amiga. Mi hijo Andrés, que estaba a punto de cumplir 10 años, me había anunciado el deseo de ir a vivir con su padre, con quien realmente no había convivido nunca. Mi vida era un cuadro clínico, no sabía por dónde empezar a remendarla para salir a flote. Todas las mañanas veía mi cara en el espejo y me decía: “Hoy no podré hacer mucho por mí, esperaré a mañana a ver si tengo mejor aspecto”. Entonces miraba hacia la puerta y sólo concebía salir de aquella casa cuyas paredes parecían constreñirse cada vez más. Salía del pueblo sin rumbo fijo; unas veces iba al río, otras a las huertas, otras al bosque. A menudo olvidaba mis problemas momentáneamente, como si mis paseos pertenecieran a otra realidad.
Pero aquella mañana definitivamente algo cambió. Mientras estaba bajo el castaño vi una luz blanca que saltaba entre los árboles como si alguien estuviera jugando con un espejo. Me esforcé en descubrir al responsable de la travesura sin encontrar a nadie. Luego deduje que era imposible que la luz fuera producto de reflejo alguno, ya que en el bosque no entraba ni un solo rayo de sol. Entonces apareció una segunda luz, de un color rosáceo, y luego otra azulada, y pronto estaba rodeada de una danza de luces de colores que parecían querer decirme algo. A pesar de la extrañeza no sentí miedo, por el contrario, me invadió una gran alegría. Recordé cuando era niña y me obsesionaba la idea de conocer a un hada. Hacía mucho tiempo que había olvidado ese sueño, sin embargo al ver las luces me sentí transportada a mi infancia y me asaltó la emoción que hubiera sentido en aquella época. Para mí eran hadas que jugaban a desconcertarme. Las seguí. Saltando de tronco en tronco me llevaron hasta un bosque de alcornocales. Todos los árboles habían sido descortezados hasta cierta altura, y los troncos desnudos parecían haber quedado congelados en medio de un baile. Me sumergí en una realidad que nunca había visto, aunque siempre había estado ahí. Sin moverse de su sitio, los árboles seguían manifestando su baile interno, yo podía ver lo que estaba ocurriendo en el corazón de cada uno de ellos. Había música, y el canto era una mezcla de alegría y dolor, porque a pesar de todo lo que pudiera pasarles, la vida seguía fluyendo y no cesaría jamás. Me sentí poseedora de una gran verdad. Emprendí el camino de vuelta con la sensación de que nunca más vería el mundo con los mismos ojos que antes.
De pronto algo cayó al suelo estallando fuertemente ante mis pies. Mi corazón dejó de latir. Cientos de gotas de color rojo encendido saltaron en todas direcciones. Pasó un buen rato hasta que comprendí que desde algún granado en lo alto había caído un fruto. Sin embargo preferí quedarme con la verdad que inventé en el instante en que mi corazón se paralizó. Recordando los detalles, no fue que el golpe me hubiera dado un susto; sentí el vacío justo antes que la granada cayera al suelo, y me figuré que el objeto caído era mi corazón. Al ver los restos sobre la tierra me convencí aún más de que era así: mi corazón ciertamente estaba como una granada rota, reventada, a medio desgranar. Comprobé que ya no sentía dolor alguno; aquello que antes me oprimía el pecho había salido de mi cuerpo.  
“Si ya no tengo corazón –pensé– ya no habrá nada que me haga sufrir”.
Esa misma tarde, cuando fui a buscar a mi hijo al colegio, me pareció que estaba más alto que el resto de sus compañeros. Supuse que hacía mucho tiempo que no lo observaba. Lo abracé fuerte, temiendo que me reclamara agobiado, pero en lugar de eso me respondió con otro abrazo meloso. Fuimos a comprar donuts de chocolate y, justo al llegar a casa, estalló una tormenta. Pasamos toda la tarde junto a la chimenea, jugando, dibujando, riéndonos. Y por la noche, cuando lo llevé a la cama, me dijo: “Mamá… ojalá todos los días fueran como hoy”.
Me di cuenta que llevaba mucho tiempo sumergida en mis problemas sin prestarle atención a él. Fue como despertar de un mal sueño. Aunque lo estaba viendo todo claro, me aventuré a preguntarle:
–¿Por qué quieres mudarte con tu padre? – a lo que él me respondió:
–Porque no me gusta Oscar, es un egoísta que sólo quiere que lo atiendas.
–Pero si Oscar hace más de dos meses que no está aquí.
–Ya lo sé –me dijo– pero te pasas todo el día llorando por él.
No era exactamente lo que esperaba escuchar, pero no tuve ninguna duda al afirmar:
–No te preocupes, te prometo que no volveré a llorar nunca más.
Se quedó dormido abrazándome, apoyado en mi pecho, y sólo entonces me di cuenta que mi corazón estaba latiendo. Era una suerte no haberlo perdido, después de todo.

Según cómo se mire.

“No corras, que don Hilario está enfermo”... recuerdo la voz de mi hermano, repitiendo la regla inquebrantable de las visitas que hacíamos a casa de la tía Carlota. En ella vivía un hombre mayor, postrado en una cama, cuyo rostro no recuerdo. Su habitación estaba al final del eterno pasillo que siempre tentaba a mis carreras. Ese pasillo que empezaba en el vestíbulo, frente a la puerta de madera pintada de verde –en el centro una mirilla circular por donde se asomaba la tía antes de abrir y siempre me hacía mucha gracia.- Luego se extendía como un túnel, siempre oscuro, pasando por las habitaciones, la pequeña salita del teléfono y la cocina. Una lucecita roja, apenas perceptible pero terminante en la oscuridad, seguramente una pequeña bombilla asida del enchufe, anunciaba el punto en que el pasillo doblaba hacia la derecha, llevando al comedor, la sala, el cuarto de baño principal y el dormitorio. La madera del suelo crujía. La madera siempre cruje cuando no debemos hacer ruido.

El lugar más luminoso de la casa me pareció, desde los primeros años, la cocina. La claridad de los muebles y las baldosas contrastaba con el resto de la penumbra que habitaba diariamente mi tía abuela. Era una cocina moderna, con muebles de formica color hueso que rodeaban todo el recinto. Al centro, la mesa con dos sillas donde desayunábamos cuando me quedaba a dormir con ella. En esas mañanas aprendí que el zumo de naranja debe tomarse antes que la leche, algo que jamás he podido hacer al revés. Y que los donuts están más buenos cuando se han comprado ese mismo día, porque la tía siempre madrugaba para ir a comprarlos.

A la habitación del fondo no creo haber entrado mientras vivió don Hilario. De la sala, probablemente mis recuerdos también sean posteriores. La tía viuda, comiendo en la mesita junto al sofá esquinero, discutiendo en voz alta todo lo que decían en la televisión. Junto a la ventana cardenales, pensamientos y la jaula del canario. Abajo, la calle Viriato. Frente al sofá una gran biblioteca con la tele en su centro, y alrededor colecciones de literatura clásica y enciclopedias variadas, ordenadas rigurosamente por tomo, que rara vez salían de su sitio. En la parte inferior del mueble, una portezuela despertaba especialmente mi curiosidad: la de los álbumes de fotos. El bautizo de mi padre, la tía a caballo con traje de montar, viajes a Venecia, París, Barcelona. De él pocas fotos; de ella casi todas.

- Tía, ¿por qué no tuviste hijos?– recuerdo haber preguntado una vez.
- Porque hay quien los tiene y quien no los tiene.
Sus respuestas eran siempre escuetas y tajantes. Con el tiempo me fui enterando de los detalles. La tía Carlota se había casado mayor, a punto de llegar a los sesenta, con don Hilario ya muy enfermo.

A mis catorce o quince años tuvimos las dos una conversación acerca de mis padres. Ellos estaban pasando por una más de sus crisis, saltaban de forma cíclica de ser vistos por todos como la “pareja ideal” a odiarse con tal furia que a menudo terminaban haciéndose daño. Yo, adolescente e idealista, opinaba que debían separarse para tener la oportunidad de rehacer su vida cada cual por su lado. No recuerdo cómo llegamos a ese punto, pero sí que en un momento, justificando mi visión del amor como algo que puede terminar naturalmente, afirmé:
- Yo no me imagino querer sólo a una persona durante toda la vida.
Ella hizo una mueca, entre sonriente y reflexiva, para responderme:
- En cambio yo, que quise a un solo hombre toda mi vida, no me imagino haber querido a otro.
De alguna manera aquella frase quedó flotando por mucho tiempo, haciéndome sentir que, pasara lo que pasara, siempre tendría allí un lugar seguro, un amor incondicional que me recibiría con donuts frescos y consejos que probablemente no seguiría, pero igual me gustaría escuchar.

Al comedor no entré jamás. Recuerdo haber visto tras la puerta de cristal la gran mesa, con diez o doce sillas condenadas a no recibir nunca invitados y una lámpara de lágrimas cuya limpieza era una de las preocupaciones crónicas de mi tía. Dos veces al año pedía a mi padre que la descolgara de su gancho y la bajara hasta la mesa. Ahí ella efectuaba su meticulosa limpieza para volver a condenarla a su condición de arácnido de cristal, eternamente suspendido, al acecho de iluminar alguna improbable cena.
Yo me asomaba, eso sí, para espiar el rincón lleno de muñecas antiguas que descansaban en una butaca, y que si duda me estaría prohibidísimo tocar. Había un muñeco negro de porcelana muy fina, llamado Baltasar, que luego la tía me regaló (cuando ya no estaba en edad de jugar a las muñecas) y que me ha demandado gran esmero en cada una de mis posteriores mudanzas.

Yo estaba viviendo en el extranjero cuando la tía murió y repartieron sus cosas entre sobrinos y ahijados. Mi hermana me reservó un abrigo de terciopelo color vino. No sé dónde habrán ido a parar las fotos, me hubiera gustado conservar un álbum. De todos los recuerdos de mi infancia, el lugar que más frecuentemente visito en mi memoria es aquel piso, que heredaron los hijos de don Hilario. Por eso, cuando regresé a Madrid y vi aquel cartel “se vende”, la tentación de volverlo a visitar fue irresistible. Llamé haciéndome pasar por compradora para recorrer aquel pasillo una vez más; para medir las habitaciones, ahora vacías, con la objetividad de ser adulta; para retener en la memoria cada rincón, con la certeza de la última vez. Quedamos el miércoles a las tres.

Me puse mi abrigo de terciopelo y una falda hasta la rodilla, lo más formal que encontré. Entré al edificio con la solemnidad que merecía aquel vestíbulo todo revestido de mármol, lleno de espejos biselados y apliques de bronce. El ascensor al final del corredor, me llevó una vez más al “4º B”. El timbre seguía siendo una manija giratoria, con forma de mariposa, pero esta vez nadie usó la mirilla antes de abrir. Un hombre muy alto y corpulento, con un cuello que parecía a punto de hacer reventar el nudo de la corbata, se presentó como Luis Marañón. En una cadena de amabilidades, me enseñó uno por uno los espacios que yo conocía de memoria. El pasillo, con todas sus luces encendidas, parecía más corto y vulgar. La cocina, aunque era el único recinto que mantenía sus muebles, se veía terriblemente vacía. Olía a lejía y no a pan tostado con mantequilla. La sala sin tele, ni plantas, ni canario, estaba inundada de frases que la tía Carlota alguna vez formuló. Siéntate bien. No hables con la boca llena. Recógete el pelo para comer. Una mezcla de órdenes y cuidados que no sé cómo se las ingeniaba para cargar a la vez de ternura. Y agradecimiento. Siempre sentí que agradecía tanto mis visitas, y las ganas con que rebañaba todos sus platillos, y la atención con que oía todas sus historias.

Cuando terminamos el recorrido protocolar, mi sonriente anfitrión me hizo la pregunta para la cual me había preparado antes de entrar, pero que casi había olvidado:
- ¿Qué le parece?
- Es precioso... pero mucho más grande de lo que necesito.
- Ah, en realidad no es tan grande...– él también tenía su respuesta a mano. Me empezó a sugerir una serie de cambios que podían hacerse para optimizar las distancias. Eliminar la circulación de servicio, que en estos tiempos es un derroche de metros cuadrados, conectar el baño con el dormitorio de invitados…
– Además, la familia luego crece ¿tiene usted hijos?

En la salita, el mismo teléfono de disco descansaba ahora en el suelo. Me senté junto a él, tratando de adivinar en qué lugar del pasillo habrían encontrado a la tía, tirada en el suelo y con la cadera rota, antes de llevarla a pasar sus últimos días en el hospital.
- No, no tengo hijos. – Me encontraba en tal estado de turbación que, no sé por qué, comencé a contarle mi vida al desconocido. Que había vivido muchos años fuera y ahora pensaba radicarme otra vez en Madrid. Que había estado casada pero mi vuelta la planeaba sola. Que el barrio me gustaba mucho, porque de niña había vivido cerca. Nada de lo que dije era mentira. Sólo omití mi parentesco con la última habitante del lugar.
Marañón, en un heroico acto de confianza, se recogió los pantalones para sentarse en el suelo, frente a mí. Aproveché la actitud relajada para interrogarlo.
- Y dígame, ¿vivió usted en este piso?
- No, no. Era de mi padre, que en paz descanse.
- Entonces él vivía aquí.
- No, bueno sí, al final. – Empezó a jugar con una pluma cross sobre su rodilla, titubeando si contarme o no. Mi expresión interesada debió haberlo ayudado a decidirse.
- Este lugar es un problema para la familia. Aquí mi padre mantuvo a su querida. Mi pobre madre sufrió mucho. Murió sabiendo que se iría con la otra apenas se viera libre. Y fue lo que hizo, al enviudar se casó con esa bruja. –Siguió haciendo puntos imaginarios en su pantalón, con ambos extremos de la estilográfica.– En el testamento, dejó prohibida la venta de esta casa mientras ella viviera. Y la maldita lo sobrevivió por más de veinte años. –Me sonrió tratando de hacerme cómplice.– Usted comprenderá, hace unos años se habría vendido mucho mejor. Hoy nadie quiere vivir en pisos como éste.

Miré la hora, con gesto preocupado, para evitar que siguiera hablando. Se puso torpemente de pie y me ofreció una mano para que lo siguiera, retomando su discurso.
- Si está interesada o lo quiere volver a visitar, no dude en llamarme. Me pareció que le gustaba y, ya sabe, podemos llegar a un acuerdo, usted hágame una oferta y hablamos...
Al llegar a la puerta, con la garganta comprimida, tuve el impulso de reivindicar la imagen de mi tía abuela.
- Después de todo, si él la quiso, no puede haber sido tan mala. – dije con un hilo de voz. El escribió algo en una tarjeta de visita y, recuperando su sonrisa habitual, me la extendió diciendo:
- Era una vieja de mierda.

19 abril 2011

Rutina

Despertó a la hora de siempre (a la hora solar, pues poco le importaba lo que indicaran los relojes) y esperó un buen rato, mirando hacia el pasillo. Luego estiró con cuidado cada extremidad y cada articulación de su cuerpo, como había hecho todas las mañanas de su vida, antes de dirigirse a la habitación en que dormía la anciana. Ella se levantaba un poco más tarde, cuando la avenida Pedro de Valdivia comenzaba a hervir al ritmo de los adoquines.

La vigiló desde la puerta, atento al primer movimiento de su mano o de sus párpados. Sólo después de la señal correría a saludarla, buscando su caricia desde el borde de la cama. A veces ella tardaba un poco más en despertar, cuando había pasado la noche en vela y conciliado el sueño al amanecer. Entonces él esperaba, con la mirada prendida en la cama.

Transcurrió media mañana sin que la anciana hiciera el menor gesto. El bullicio que horas antes entraba por la ventana del comedor, se había transformado en un murmullo. Probablemente era la hora de su siesta en el balcón, pero no podía sino continuar vigilando, pues su rutina se había quebrado hasta que se cumpliera con el paseo matutino. No orinaba desde la tarde anterior y la vejiga comenzaba a dolerle.


Cansado de la espera se acercó sigilosamente, metió la cabeza por debajo de la sábana y encontró la mano de ella después de mucho buscar. Cuando la sintió resbalar por su nuca y caer rozando el suelo, sin antes abrirse para esbozar una caricia, creyó que después del brazo caería todo el cuerpo de la mujer sobre él. Saltó hacia atrás precipitadamente, pero nada ocurrió. Seguía sin orinar y, después del movimiento brusco, la vejiga anunciaba que podría estallar en cualquier momento.

La anciana no despertaba y en su sueño se había saltado el paseo, el desayuno, la siesta al sol y la cocina. Cuando se empezaron a sentir los olores a cebolla frita y caldo de los pisos vecinos, no recordó que a esa hora ella debía estar cocinando y él mirando con atención cada uno de sus movimientos.

A la hora en que solía dormitar escuchando el zumbido del televisor, se dedicó a recorrer el piso, desde la cocina a la habitación, cruzando el comedor por el lado izquierdo de la mesa, en ocasiones asomándose a la habitación contigua. Decenas de veces. En alguna ida o venida, circulaba alrededor del cesto que estaba en el pasillo, junto a la puerta de la habitación. En otras incluso entraba en él, daba una vuelta alrededor de sí mismo y se acurrucaba sobre el cojín. Pero al pasar un rato algo lo impulsaba a retomar su recorrido sin fin, para confirmar que nada había cambiado.


La puerta del lavadero estaba semiabierta. Ella siempre la dejaba así previendo que, algún día, él tuviera necesidad de evacuar y no pudiera salir a la calle. Aunque nunca había sucedido; él respetaba perfectamente el horario. A veces pasaba tardes enteras dando miradas insistentes a la puerta, clavado frente a la mujer, pero más por aburrimiento que por verdadera necesidad. Hasta ahora, nunca había sentido desesperación. Mientras más vueltas daba, más pequeño se le hacía su mundo. Y aunque se asomó más de una vez por la puerta del lavadero hacia afuera, no recordó que en ese lugar había hecho sus necesidades durante los primeros meses de su vida, sobre unos periódicos viejos, y luego en el suelo de baldosas que la anciana fregaba repitiendo "Aquí no, Simón. Eso se hace en la calle..." De eso hacía ya demasiado tiempo. Si algo recordaba de entonces eran imágenes sueltas, que lo sorprendían en sueños, como la del paseo al campo en que había estado a punto de alcanzar al conejo, o el día en que había montado en el ascensor abierto, o las innumerables veces que lo habían hecho caminar por encima de las rejillas del metro, y él tenía la aterradora sensación de estar levitando.

Aturdido de ir y venir, tuvo el impulso repentino de orinar en el jarrón sirio de la sala. La alfombra se empapó del olor que le gustaba reconocer en el escaño de la plaza, el imperdonable, el que había logrado dominar como su territorio. Pero junto con el alivio lo invadió el recuerdo de la calle, cruzar corriendo tras la señal de la mujer y
revolcarse en el césped recién cortado, rastrear la huella de algún vecino que hubiera esperado un taxi en la parada, seguir una bolsa con pan tibio en manos de
un transeúnte. Estaba empezando a oscurecer y, definitivamente, no se podía quedar sin su paseo de la tarde.

Escuchó a los perros del barrio ladrar y se sumó a ellos, aunque nunca lo había hecho, ni siquiera cuando caminaba por fuera de sus jardines, libre al otro lado de las rejas, atado tan sólo a la compañía de la anciana. Esta vez ladró sin reparar en si ellos lo escucharían, dando vueltas alrededor de la mesa, siempre en el mismo sentido. Fue entonces cuando supo que algo muy grave ocurría y que debía salir de allí. Ladró sin parar durante más de media hora, dirigiendo su voz a la ventana, luego al cuerpo sobre la cama, hasta convertir su reclamo en un aullido suplicante. Volvió a ladrar, afónico, al escuchar voces en la puerta, y apenas ésta se abrió su vista se fijó en el espacio vacío entre la media docena de piernas, el suficiente para llegar de un brinco al primer escalón y bajar las tres plantas, empujar la mampara que siempre quedaba mal cerrada, cruzar a la plaza y seguir corriendo, primero por el puente y después por la avenida Bilbao, y cruzar calles sin alcanzar a pensar si debía haber esperado la orden, aunque sin saberlo, nadie más volvería a llamarlo por su nombre.

Villarejo

Desde que tengo memoria, he visitado Villarejo. En sueños, porque de otra forma no sé llegar. Recorro su calle principal, que baja serpenteante desde la plaza hasta la iglesia, flanqueada por casas de piedra con puertas de madera, de esas que se puede abrir sólo la mitad de arriba. Me asomo cada vez que hay alguna entreabierta. He visto a la anciana que vive frente a la taberna horneando pan, a la hija del carnicero desangrando un cordero, a la mujer del Perdío dando a luz. Frente a la iglesia está la casa del padre Benito, y él siempre sentado en la acera, asoleando su calva, saluda a quien pase: “¿Adónde vas, niña?” “No lo sé, estoy paseando” le contesto. Nunca sé dónde me llevará mi paseo. Cuando terminan las casas, el empedrado continúa y se interna en las huertas. Después de la segunda curva llega al río. El puente es también de piedra, un arco rotundo.

Comencé a sospechar que Villarejo era real hace unos quince años. Una vez me acerqué caminando desde el río, recogiendo moras, y apresuré el paso al oír una música animada. Al llegar a la calle de la fuente, vi que todo el pueblo estaba reunido alrededor de varios hombres y sus instrumentos. Las mujeres ofrecían vino en grandes jarras de barro. Un anciano, a quien llamaban el tío Puli, entonaba con una voz imponente canciones con sabor a antiguo. Después de cada canción, el grupo se desplazaba frente a otra casa, de la cual emergían mujeres con nuevas jarras de vino.

La música era nueva para mí. Traté de memorizar algunas melodías, pero al día siguiente se habían esfumado. Sólo quedaba el recuerdo de los sonidos, el acordeón y las guitarras, y de haber empezado a ver borroso a causa del vino. Sin embargo, algunos meses más tarde, escuché en la radio una canción que reconocí entre las de aquella fiesta. Era una melodía triste y pegajosa. Contaba la historia de un niño que había sido criado por una pantera. No podía haberla oído en ningún otro lugar. Me quedé helada, tanto, que tardé varios días en reaccionar. Cuando al fin lo hice, llamé a la radio para preguntar de dónde habían sacado esa canción. Resultó haber sido un programa especial, con música tradicional de algún sitio que nadie supo especificar, para el cual alguien inubicable había prestado unos discos muy raros.

Desde entonces, no he dejado de buscarlo. En cada revista de viajes que ha pasado por mis manos, en cada foto, cada postal y catálogo de turismo, he indagado si existe algún pueblo que se parezca al mío. Cuando conocí a Esteban, lo convencí de hacer un viaje en el que recorriéramos algunos pueblos de Asturias y Galicia, de los que había visto fotos convincentes. Le conté la historia de Villarejo y creyó que estaba un poco loca, pero en esos tiempos le parecía hasta divertido que así fuera. Finalmente nos convencimos que los pueblos son millones y Esteban decidió que era más interesante conocer las grandes ciudades y sus museos.

No tuve más alternativa que seguir con mis visitas nocturnas. Allí la gente ha crecido y envejecido conmigo. A Nacho, el sordomudo, lo solía ver desde lejos haciéndose entender mediante gestos con todo el mundo. Fue hace poco más de un año cuando lo conocí bien. Se acercó a mí en el bar y me dijo, apoyando el índice sobre su pómulo, que me había visto muchas veces, y con la palma de la mano paralela al suelo, ascendiendo por varios escalones imaginarios hasta llegar a mi altura, me hizo entender que me conocía desde niña. Luego imitó mi forma de caminar, como flotando, mirando siempre hacia arriba. Me había observado tanto como yo a él.

Subimos a los riscos, en burro, hasta un lugar desde el que podíamos ver todo el valle. A nuestros pies, Villarejo se moldeaba a ambos lados de la calle larga, ramificándose en pequeñas callejuelas retorcidas. Al centro la iglesia, el gran bloque de piedra dominando los techos rojos. Y a lo lejos, otros cuatro pueblos esparcidos por el valle, cada cual con su iglesia y cementerio. En el más grande, un castillo feudal descansaba sobre una colina. Me enseñó desde lo alto todos los caminos y atajos que unían los cinco pueblos. Sin embargo, no vi ningún camino que se alejara del valle. De hecho, Nacho nunca había salido de él.

En esa época, con Esteban decidimos tener un hijo. Llevábamos diez años juntos y hacía al menos cinco que él me lo pedía. Reconozco que me daba miedo, sospechaba que algo así me haría poner los pies en la tierra, y no estaba segura de querer permanecer a este lado. Tal vez debido al vértigo que me producía la decisión, me refugié más que nunca en Villarejo. Mis paseos dejaron de ser en solitario, Nacho empezó a acompañarme en todos ellos. Recorrimos callejuelas y arroyos, juntamos setas después del aguacero, hicimos fogatas para asar castañas. Su compañía era lo que había buscado todos esos años, y pronto su lenguaje sin palabras se me hizo tan fácil como lo era todo con él. No hacía falta explicarle de dónde venía ni cuándo volvería a verlo, bastaba con pasar las horas a su lado.

La primera vez que hicimos el amor, fue un día de lluvia. Paseábamos por los castaños cuando debimos refugiarnos, empapados, en un granero. Y ahí, entre el olor del trigo y de su pelo mojado, sus manos le hablaron ya no a mis ojos sino a todo mi cuerpo, diciéndole que se había equivocado al nacer, que su lugar era aquel granero, su humedad la de aquel día, su idioma el de las caricias que estaba conociendo. Yo no supe qué decir, pero con él los silencios no estorbaban.

Cuando me enteré que estaba embarazada, empecé a ir cada vez menos a Villarejo. El asco y el insomnio conquistaron mis noches y, al ver la felicidad de Esteban, pensé que valía la pena la privación. Al principio no dejaba de preguntarme si Nacho me extrañaría, pero con el tiempo, los cambios en la casa y en toda mi vida me ayudaron a dejar de pensar.

Y ahora que nació el niño, poco a poco han ido volviendo a mi memoria sensaciones de aquel tiempo.  Al verlo por primera vez, sin tener claro aún por qué, me empeñé en que su nombre debía ser Ignacio. Después empecé a poner más atención en sus rasgos. Nunca he sabido qué responder a los infaltables "¿a quién se parece?" pues, aunque Esteban insiste en que es igual a mí, yo creo que su nariz es más recta que la mía y que el color canela de su piel no lo tiene nadie más en la familia.

Dejé de pensar, ésa es la verdad. Hasta esta mañana. Había trasladado el moisés al comedor, para verlo dormir mientras ordenaba los restos de la cena. Fue al volver desde la cocina con toda la loza que iba a guardar en el aparador, cuando me tropecé justo al lado de la pequeña cuna. Un estruendo enorme, todos los platos hechos añicos, y mi instinto materno hizo que me preocupara más por despertar al niño que por los platos. Sin embargo él, imperturbable, siguió durmiendo tan profundo como nunca he visto dormir a nadie.

El tío Vicente

A los doce años, descubrí que estaba enamorada del tío Vicente. Fue por la manera en que me miró, con sus ojos rasgados y luminosos que siempre parecían estar sonriendo, aquella Nochebuena. Yo había empezado a dar el estirón, aunque después crecí mucho más, y mi cuerpo apenas dejaba vislumbrar unas pequeñas protuberancias en mi pecho. El tío se ocupó de repartir los regalos y me pasó un paquete diciendo: “tu primer regalo de mayor”. Era un conjunto de braguita y sujetador a rayas, celeste con blanco. La tía Rosa trataba de dar explicaciones, complicada entre la insistencia de su marido en comprarme algo así y el cuidado que debía tener con los más chicos, que todavía creían en Papá Noel. Yo estaba feliz, porque el año anterior me habían regalado una cocina para la casa de muñecas que terminó usando mi hermana Marta, que es seis años menor que yo. Fui a mi habitación y me puse el conjunto debajo del vestido, y el tío se dio cuenta porque apenas volví me preguntó si me había quedado bien. Y me miró así, como a mí me gustaba.

Ese verano fui a pasar dos semanas a la casa de ellos, en la playa. Mis primos se lo pasaban jugando a la pelota y la tía Rosa casi no bajaba a la playa porque Camilo estaba recién nacido. Yo me quedaba tomando sol y el tío me decía que tenía una piel muy bonita, que le encantaba mi color canela y el dorado de los pelitos sobre mis hombros, mientras me echaba bronceador por todo el cuerpo. Sus manos despertaban cada uno de mis sentidos a algo que desconocía y anhelaba. Mantuvimos el juego por varios días, acercándolo cada vez más a los límites de lo prohibido. Hasta que una noche no aguantamos más. Me sugirió que, cuando todos se hubieran dormido, nos encontráramos en el garaje, y yo esperé más ansiosa que nunca que los niños terminaran su juego y el bebé dejara de llorar. Llegué en camisón, sin nada debajo, y esperé sentada en una caja. Luego llegó él y se arrodilló frente a mí, sin decir nada ni encender la luz, y acarició cada parte de mi cuerpo, primero con sus manos y después con su boca. Con la camisa de dormir enrollada alrededor de mi cuello, me sentó en una mesa quejumbrosa después de empujar hacia atrás un montón de herramientas. Yo lo abrazaba por la cintura con mis piernas y le mordía el cuello de la camisa para no gritar.

Desde entonces, lo hicimos cada vez que hubo oportunidad. En medio de las fiestas familiares, en casa del abuelo o en la piscina, total siempre había algún primo recién nacido que acaparaba la atención de los demás. Pero mi lugar favorito era la casa de muñecas. Ahí el tío parecía todavía más grande de lo que era, con el mechón de su escaso pelo cayendo sobre la frente y su sonrisa que era como para quedarse suspendida en el tiempo. Yo le decía que era un gigante y él, que yo era su princesa cautiva.

Me empecé a sentir mucho mayor que la gente de mi edad. Cuando mis amigas insistían en salir con los de la clase superior y comenzaban a cogerse de la mano y a llamarse por teléfono, yo veía claramente que todo era una pérdida de tiempo. Lo mío era más importante, pero no se lo podía contar a nadie. Mi amante era grande, sin espinillas, sin la desproporción entre la nariz y el resto de la cara que suelen tener los adolescentes, ni el descontrol de sus extremidades que los hace tan torpes. Mi amante era de verdad, sin rodeos, sin dudas y me quería. Eso me dijo durante varios años.

Yo le hacía caso en todas las reglas que proponía: en el anonimato absoluto de los regalos que me hacía; en la precaución de encontrarnos a unas cuantas calles del colegio, sin que nadie nos viera; y en llamarlo tío aunque estuviéramos solos. Una vez intenté llamarlo Vicente, pero él tuvo una especie de crisis de pánico. “No me digas así. Si alguna vez se te sale delante de alguien"... Tenía mucho miedo de que la familia sospechara.

Él siempre llevaba la cuenta de mis reglas, yo no tenía que preocuparme de eso. Claro que una vez se equivocó. O mi cuerpo tuvo un desajuste, porque a finales de primero de bup la regla no llegó más. Me llamaba todos los días para preguntar, hasta que lo confirmamos con un test que él compró en la farmacia.
-          No lo puedes tener. Lo sabes, ¿verdad?
Yo lo sabía muy bien, pero me dolía la idea de deshacerme de algo suyo.
-          Sólo quiero que me prometas que, cuando sea mayor, tendremos un hijo.
-          Cuando seas mayor, sí. Pero ahora tu padre me mataría, o al menos me mandaría a la cárcel.
Un viernes pasó a recogerme a la esquina de siempre, pero no a la salida sino a la hora en que debía entrar a clases, para llevarme a la clínica. Allí me hicieron firmar un montón de papeles que no leí bien, pero que decían algo así como que yo era la única responsable de lo que pudiera pasar. Después no recuerdo mucho más. Sólo que cuando subí al coche sentía que me desangraba, y el tío decía muy nervioso que así no podía llevarme a mi casa. Desperté cuando llegábamos al piso de un amigo suyo. Yo había estado ahí porque siempre le dejaba las llaves cuando viajaba. Estaban las cortinas cerradas y la cama sin hacer, y el tío la estiró muy rápido para tenderme encima.

Cuando desperté ya estaba oscureciendo y la sangre había parado. Me puse la ropa frente al espejo del baño, pensando que no era yo quien se vestía. Estaba dispuesta a salir cuando llegó a buscarme.
-          ¿Cómo estás? -preguntó asustado. -No contestabas el teléfono.
-          Dormí todo el día.
Había algo en su preocupación que lo distanciaba, como si hubiera preferido no enterarse de nada. Cuando me llevaba a mi casa se me ocurrió pedirle que se quedara un rato conmigo, más por oírle decir alguna palabra dulce que porque realmente lo quisiera a mi lado.
-          No puedo, tengo que llegar temprano. Hoy tampoco se ha sentido bien tu tía.
-          ¿Por qué? -pregunté, y su silencio consiguió que mi propia indignación me diera la respuesta. -¿Está embarazada? ¿Nos embarazaste a los dos al mismo tiempo?

Sentí que mi sangre entraba en ebullición a la altura de las sienes, nublando mis sentidos, y sólo podía ver mis puños golpeando una y otra vez su hombro mientras escuchaba una voz lejana, que era la mía, repitiendo “¡Mierda, mierda, mierda! ¡Dijiste que me querías a mí, dijiste que me querías a mí...!”

Él nunca entendió mi rabia, y creo que a partir de entonces le empezó a gustar menos estar conmigo. Lo obligué a prometer que, cuando fuera mayor de edad, nos iríamos juntos a algún país lejano, aunque ni siquiera eso me sirvió de consuelo.
-          Sí, princesa –me decía al principio. -¿Dónde quieres que vayamos?
Cada día soñábamos con un lugar diferente. Pero él fue perdiendo el entusiasmo. Cuando cumplí dieciocho y por fin podía decidir qué hacer con mi vida, él ya me había hecho poner los pies en la tierra.
-          No puedo, Elisa, ya estás mayor para entenderlo.
Había deseado tanto ser mayor... sin embargo al escuchar sus palabras, que me llamaban por mi nombre, sólo podía pensar en retroceder el tiempo y volver a ser su princesa.
-          No voy a dejar a mi familia, ellos me necesitan más que tú. Ya es hora que te busques a alguien de tu edad, no deberíamos seguir viéndonos.

Esa noche llegué pateando puertas y me encerré a llorar, y lloré hasta sentir que me reventarían las amígdalas. Mi madre llamó a la puerta varias veces ofreciéndome todo tipo de infusiones y consomés, pero yo no abrí hasta que ya no se escuchaba a nadie levantado en la casa. Estaba en la cocina sirviéndome un vaso de vodka, cuando vi a Marta en el pasillo.
-          ¿Qué te pasa? –me preguntó.
-          Nada. No te puedo contar.
-          Cuéntame. Ya no soy tan pequeña como tú crees.
La miré con desprecio y me volví a encerrar, después de decirle:
-          A mí me parece que todavía eres muy pequeña.

No volví a verlo hasta Navidad. Estaba muy nerviosa, no podía soportar la idea de verlos a todos: Al tío Vicente, con sus pantalones que siempre parecían estar a punto de caerse, escondiendo los regalos; a mis primos, ruidosos e intrusos que no maduraban nunca; a la tía Rosa, eligiendo en voz alta el nombre para su quinto hijo; y a mi madre proponiendo conjuros para que esta vez, por fin, naciera “la niñita”.

Me las arreglé para que un compañero, que se me había declarado en la fiesta de fin de año, me pasara a recoger después de la cena, para que el tío Vicente se muriera de celos. Pero justo cuando llegó a buscarme, él no estaba por ninguna parte. Al despedirme, no pude dejar de preguntar:
-          ¿Dónde está el tío?
-          No lo sé, hace rato que no lo veo –me contestó tía Rosa.
-          ¿Y Marta? -dije de pronto, y el abuelo respondió distraído:
-          A la niña la vi afuera. Me pareció que jugaba en la casa de muñecas.

Los Sueños de Muriel.

Cuando conocí a Muriel, supe que no era una persona normal. Tal vez por eso comencé, enseguida, a quererla para mí. Fue en una fiesta, apareció entre un montón de rostros conocidos de no sé dónde, y empezó a bailar a mi lado. Pero ella no me vio esa vez, casi nunca veía a nadie. Escondía su mirada perdida tras una melena color cobre, lisa y pesada, y un gesto que podía pasar por somnoliento o por altivo.

Era preciosa cuando bebía. Recordaba cosas, como quien despierta de un sueño e intenta contarlo antes que se desvanezca. Aquella noche nos quedamos bailando hasta el final, y le ofrecí acompañarla a su casa. Íbamos en el taxi cuando me preguntó:
- ¿Tú tienes monstruos?
- Sólo unos cuantos – respondí, pensando que bromeaba.
- No, dime la verdad. ¿Tienes monstruos que no te dejan dormir?
- Tengo gatos que no me dejan dormir, sobre todo en agosto. – La miré y me pareció que no jugaba.
- Me gustaría que hubieran sido gatos – susurró. – Pero eran monstruos. Mis padres nunca me creyeron. Decían que los inventaba pero yo los veía, estaban ahí.
Apoyada en el respaldo, el pelo caía hacia atrás y dejaba ver, cada vez que lo permitía alguna farola, su rostro pálido con unos grandes ojos negros. Su mirada había despertado.
- Si quieres, te vienes a dormir conmigo. Te juro que son gatos...
Su carcajada me alivió el resto de la noche.
- No, gracias, no estoy tan borracha. Además, hace tiempo que no vienen. No sé por qué te cuento esto ahora.

Al día siguiente fui a verla. No supe si se acordaba de mí, pero yo había soñado toda la noche con ella. Se lo dije.
- ¿Sabes que hay gente que no recuerda los sueños? – me preguntó, con el tono de quien revela un gran descubrimiento.
- Sí, eso me han dicho.
- Yo, si no soñara, me habría muerto.
Me quedé unos segundos flotando en sus palabras.
- Ojalá que nunca dejes de soñar. 

Lo que más recuerdo es el color de su piel. Su aroma, de vez en cuando me vuelve a la memoria, pero es difícil retenerlo. Su piel y verla dormir. Por las mañanas me incorporaba y quitaba la sábana, para permanecer mirándola. Su cuerpo era de niña, suave y rosa, acariciado por el ritmo del aliento, y su pelo como lava desbordante. Durmiendo, era cuando parecía más presente.

Una mañana estuve jugando con sus manos, largas como su cuerpo. Saboreé todos sus dedos mientras dormía a mi lado. Tenía una cicatriz rodeando el anular, como si hubiera sido cercenado a la altura de la uña. Despertó cuando yo estaba absorto en ella y, anticipándose a mi curiosidad, me contó: “Por las noches lloraba como loca cuando me apagaban la luz. No dejaba de gritar hasta que mi madre me llevaba a su cama. No sabían qué hacer conmigo. Lo probaron todo: psicólogo, paseos, caprichos, hasta que mi padre cogió las riendas y decidió aplicar la ley del hielo. Grité toda la noche, el miedo no pasaba. La segunda noche volví a gritar y él no aguantó. Llegó a buscarme, pero no para llevarme a su cama. Abrió la puerta y me sacó al patio. Allí, donde estaban todos ellos, los monstruos y las brujas escondidos entre los árboles, esperando para llevarme... ¡y me quería dejar ahí!” Se miraba la cicatriz. Traté de adivinar.
- ¿Fueron ellos?
- No, fue mi padre. Sujeté la puerta con todas mis fuerzas, no podía dejar que la cerrara. Me reventó el dedo. Al final gritaba de dolor y él seguía apretando la puerta, creyendo que era un berrinche.
Su voz se esforzaba por no romperse mientras sus ojos, en un recorrido que pasaba perturbadamente por los míos, acusaban el desconsuelo que se unía a su recuerdo. Yo la amaba. Y amaba a la niña que tantas huellas le había dejado. Pero no sabía qué hacer con su dolor.

Se mudó a mi casa sin preguntarme. No llegó un día con todas sus cosas, se fue instalando lentamente. Primero iba a dormir, plácidamente a pesar de los llantos felinos. Luego se quedaba pintando en mi taller, decía que acompañada pasaba mejor el frío. Le preparé algunas telas, borrando mis antiguos paisajes. Para el verano, ya no iba más a casa de su madre. “Está bien, haz lo que quieras –le decía ella, complaciente. - Pero que no se entere tu padre, o dejaría de pagarte los estudios. Deberías hacer como tu hermana, que va a visitarlo de vez en cuando. Dice que siempre le pregunta por ti”.

A fines del verano tuvo que verlo, había subido la matrícula. Se cambió de ropa unas seis veces y, finalmente, decidió ir a pedirle algo a su hermana. Cuando volvió esa noche, parecía haber perdido una batalla feroz.
- Yo no sirvo para esto – se quejaba, desplomándose sobre la mesa.
- ¿Para qué? ¿Qué pasó?
- Para mentirle a la gente. Para fingir y sólo pedirle dinero... Ya no hay más financiamiento de papá -anunció.
- ¿Le contaste la verdad?
- Me empezó a hostigar. Primero porque llegué tarde, que no cumplo con mis compromisos. Después siguió: que para qué estudio esa tontería, que qué voy a hacer con mi vida... – se quedó mirando a través de mis pies. - ¿Sabes qué me dijo? Que debería haber elegido otra carrera, porque si lo único que puedo hacer es buscarme un marido, por lo menos encontraría uno decente.
- Y le dijiste que estás conmigo.
- Le dije todo. Que fumo marihuana, que bebo, que me he acostado con varios tíos... y que estoy viviendo contigo.
- Estás loca.
- No me dio tiempo a pensar. Lo hice para que le doliera.

A partir de entonces fue todo más difícil. Su madre se indignó y también dejó de darle dinero, el que supuestamente era para comer. Y a mí apenas me alcanzaba desde antes de estar con ella. Pero su problema no era el dinero, eso nunca le importó. Su problema fue que empezó a dormir mal. Descubrió que, en el momento preciso antes de quedarse dormida, se le ocurrían muchas cosas, y en lugar de sucumbir al sueño se levantaba a pintar. Y yo despertaba con el olor a trementina.

Me empecé a sentir invadido, sin un poco de mi necesaria soledad, a cargo de una mujer que no solucionaba su vida y con toda su familia en contra mía. No sé bien qué me hizo explotar, supongo que una combinación entre el cansancio acumulado y la pobreza inminente.
- Muriel, esto no funciona – le dije una noche. –Estamos más involucrados de lo que deberíamos. Dejaste de estudiar por estar conmigo, y yo hago un esfuerzo sobrehumano para tenerte aquí.
Me miraba atónita, sin comprender de qué le hablaba.
- El sacrificio que hacemos por estar juntos es demasiado –seguí. – No merece la pena.
Después de un áspero silencio, se concentró con esfuerzo para preguntar:
- ¿No merece la pena que estemos juntos?
- Qué difícil es hablar contigo, a veces. Claro que me gusta que estés aquí, lo que no tiene sentido es que dejes tu carrera. Aprovecha que tienes una familia, yo no puedo darte nada -su rostro se desvanecía. – Vuelve a tu casa. No es necesario que pases esto conmigo.

Al día siguiente se fue sin decir nada, tal como había llegado. Pasé meses sin verla. Mi piso volvió a ser el lugar impersonal, que compartía con un montón de gente, donde sólo a veces me dejaba caer. Allí me acompañaban los seres que ella había dejado impresos en las telas, rostros que se desprendían de un magma con profundas bocas abiertas y ojos huecos. Cuando llegaba de madrugada me sentaba a observarlos, y me sumergía en aquel sentimiento de horror y necesidad que más tarde me sirvió para comprender su existencia.

Un día, un compañero de piso me contó que Muriel había estado allí la noche anterior. “Gritó tu nombre durante horas, pateando la puerta. Me asomé a decirle que no estabas, pero no me creyó. Insistía en que no le querías abrir porque estabas con otra”.

No pude soportar la idea de verla golpeando mi puerta, perseguida por sus propios miedos. Me dediqué a esperarla, bebiendo. Al cabo de algunas noches volvió a irrumpir, y esa vez me encontró. Tenía unas ojeras que competían con el negro de su mirada y el pelo desordenadamente corto. La abracé sin entender cómo había podido dejarla ir. Volvió a quedarse en mi casa y yo no me preocupé, por un tiempo, de cómo íbamos a sobrevivir. Sólo quería que volviera a ser la de antes, la cándida Muriel de mirada leve.

Ya no dormía como una niña, ni se levantaba a pintar. Había algo que no la dejaba traspasar al estado de los sueños, ni tampoco despertar. Cuando empezaba a quedarse dormida le daban una especie de espasmos, envueltos en gritos ahogados, como si se apoderaran de ella pesadillas horribles y, por más que la llamaba y la sacudía, me costaba mucho trabajo despertarla. Sin embargo, después no recordaba nada. "Sólo sé que trato de despertar y no puedo".

Quise que viviera como alguien normal y vendiera sus pinturas, que me parecían alucinantes. Le presenté al encargado de una galería que le dio algunos consejos, pero ella se enfureció y salió insultando a todo el mundo.
- No puedo pintar lo que me piden. Pinto lo que sale, no es mi culpa si a nadie le gusta.
- Lo que haces es bueno, pero tienes que aprender a escuchar. Por ejemplo, lo que te decía sobre forma y fondo...
- ¿A ése, escucharlo? –me interrumpió. -No sé quién se cree que es. ¿Te parece que mis pinturas son tétricas?
- Un poco... sí. Aunque a mí me gustan.
- No puedo venderme, no me pidas eso. No tú.

Una semana después consiguió trabajo de camarera en un restaurante. Le dije que sería un tiempo, hasta que pudiera exponer. Pero dejó de pintar. Yo no me preocupé demasiado, pensé que estaba cansada, que se repondría. También me acostumbré a sus pesadillas.

Hasta que una noche tuvo una tras otra, diez, veinte, treinta. Yo la despertaba cada vez, pero antes de dormirme volvía a sentir el temblor en la cama.
- Ya no te preocupes – dijo al fin. – No me despiertes, deja que se me pase solo. Tal vez sea un umbral que tengo que traspasar.
Le obedecí. Escuché sus gemidos, sus gritos en silencio, y debí hacer un esfuerzo por no socorrerla. Imaginaba a la pequeña Muriel golpeando la puerta, aterrada, y yo al otro lado sin abrirle. Lo que no me advirtió fue que ella, por sí misma, nunca podría volver.