Cuando conocí a Muriel, supe que no era una persona normal. Tal vez por eso comencé, enseguida, a quererla para mí. Fue en una fiesta, apareció entre un montón de rostros conocidos de no sé dónde, y empezó a bailar a mi lado. Pero ella no me vio esa vez, casi nunca veía a nadie. Escondía su mirada perdida tras una melena color cobre, lisa y pesada, y un gesto que podía pasar por somnoliento o por altivo.
Era preciosa cuando bebía. Recordaba cosas, como quien despierta de un sueño e intenta contarlo antes que se desvanezca. Aquella noche nos quedamos bailando hasta el final, y le ofrecí acompañarla a su casa. Íbamos en el taxi cuando me preguntó:
- ¿Tú tienes monstruos?
- Sólo unos cuantos – respondí, pensando que bromeaba.
- No, dime la verdad. ¿Tienes monstruos que no te dejan dormir?
- Tengo gatos que no me dejan dormir, sobre todo en agosto. – La miré y me pareció que no jugaba.
- Me gustaría que hubieran sido gatos – susurró. – Pero eran monstruos. Mis padres nunca me creyeron. Decían que los inventaba pero yo los veía, estaban ahí.
Apoyada en el respaldo, el pelo caía hacia atrás y dejaba ver, cada vez que lo permitía alguna farola, su rostro pálido con unos grandes ojos negros. Su mirada había despertado.
- Si quieres, te vienes a dormir conmigo. Te juro que son gatos...
Su carcajada me alivió el resto de la noche.
- No, gracias, no estoy tan borracha. Además, hace tiempo que no vienen. No sé por qué te cuento esto ahora.
Al día siguiente fui a verla. No supe si se acordaba de mí, pero yo había soñado toda la noche con ella. Se lo dije.
- ¿Sabes que hay gente que no recuerda los sueños? – me preguntó, con el tono de quien revela un gran descubrimiento.
- Sí, eso me han dicho.
- Yo, si no soñara, me habría muerto.
Me quedé unos segundos flotando en sus palabras.
- Ojalá que nunca dejes de soñar.
Lo que más recuerdo es el color de su piel. Su aroma, de vez en cuando me vuelve a la memoria, pero es difícil retenerlo. Su piel y verla dormir. Por las mañanas me incorporaba y quitaba la sábana, para permanecer mirándola. Su cuerpo era de niña, suave y rosa, acariciado por el ritmo del aliento, y su pelo como lava desbordante. Durmiendo, era cuando parecía más presente.
Una mañana estuve jugando con sus manos, largas como su cuerpo. Saboreé todos sus dedos mientras dormía a mi lado. Tenía una cicatriz rodeando el anular, como si hubiera sido cercenado a la altura de la uña. Despertó cuando yo estaba absorto en ella y, anticipándose a mi curiosidad, me contó: “Por las noches lloraba como loca cuando me apagaban la luz. No dejaba de gritar hasta que mi madre me llevaba a su cama. No sabían qué hacer conmigo. Lo probaron todo: psicólogo, paseos, caprichos, hasta que mi padre cogió las riendas y decidió aplicar la ley del hielo. Grité toda la noche, el miedo no pasaba. La segunda noche volví a gritar y él no aguantó. Llegó a buscarme, pero no para llevarme a su cama. Abrió la puerta y me sacó al patio. Allí, donde estaban todos ellos, los monstruos y las brujas escondidos entre los árboles, esperando para llevarme... ¡y me quería dejar ahí!” Se miraba la cicatriz. Traté de adivinar.
- ¿Fueron ellos?
- No, fue mi padre. Sujeté la puerta con todas mis fuerzas, no podía dejar que la cerrara. Me reventó el dedo. Al final gritaba de dolor y él seguía apretando la puerta, creyendo que era un berrinche.
Su voz se esforzaba por no romperse mientras sus ojos, en un recorrido que pasaba perturbadamente por los míos, acusaban el desconsuelo que se unía a su recuerdo. Yo la amaba. Y amaba a la niña que tantas huellas le había dejado. Pero no sabía qué hacer con su dolor.
Se mudó a mi casa sin preguntarme. No llegó un día con todas sus cosas, se fue instalando lentamente. Primero iba a dormir, plácidamente a pesar de los llantos felinos. Luego se quedaba pintando en mi taller, decía que acompañada pasaba mejor el frío. Le preparé algunas telas, borrando mis antiguos paisajes. Para el verano, ya no iba más a casa de su madre. “Está bien, haz lo que quieras –le decía ella, complaciente. - Pero que no se entere tu padre, o dejaría de pagarte los estudios. Deberías hacer como tu hermana, que va a visitarlo de vez en cuando. Dice que siempre le pregunta por ti”.
A fines del verano tuvo que verlo, había subido la matrícula. Se cambió de ropa unas seis veces y, finalmente, decidió ir a pedirle algo a su hermana. Cuando volvió esa noche, parecía haber perdido una batalla feroz.
- Yo no sirvo para esto – se quejaba, desplomándose sobre la mesa.
- ¿Para qué? ¿Qué pasó?
- Para mentirle a la gente. Para fingir y sólo pedirle dinero... Ya no hay más financiamiento de papá -anunció.
- ¿Le contaste la verdad?
- Me empezó a hostigar. Primero porque llegué tarde, que no cumplo con mis compromisos. Después siguió: que para qué estudio esa tontería, que qué voy a hacer con mi vida... – se quedó mirando a través de mis pies. - ¿Sabes qué me dijo? Que debería haber elegido otra carrera, porque si lo único que puedo hacer es buscarme un marido, por lo menos encontraría uno decente.
- Y le dijiste que estás conmigo.
- Le dije todo. Que fumo marihuana, que bebo, que me he acostado con varios tíos... y que estoy viviendo contigo.
- Estás loca.
- No me dio tiempo a pensar. Lo hice para que le doliera.
A partir de entonces fue todo más difícil. Su madre se indignó y también dejó de darle dinero, el que supuestamente era para comer. Y a mí apenas me alcanzaba desde antes de estar con ella. Pero su problema no era el dinero, eso nunca le importó. Su problema fue que empezó a dormir mal. Descubrió que, en el momento preciso antes de quedarse dormida, se le ocurrían muchas cosas, y en lugar de sucumbir al sueño se levantaba a pintar. Y yo despertaba con el olor a trementina.
Me empecé a sentir invadido, sin un poco de mi necesaria soledad, a cargo de una mujer que no solucionaba su vida y con toda su familia en contra mía. No sé bien qué me hizo explotar, supongo que una combinación entre el cansancio acumulado y la pobreza inminente.
- Muriel, esto no funciona – le dije una noche. –Estamos más involucrados de lo que deberíamos. Dejaste de estudiar por estar conmigo, y yo hago un esfuerzo sobrehumano para tenerte aquí.
Me miraba atónita, sin comprender de qué le hablaba.
- El sacrificio que hacemos por estar juntos es demasiado –seguí. – No merece la pena.
Después de un áspero silencio, se concentró con esfuerzo para preguntar:
- ¿No merece la pena que estemos juntos?
- Qué difícil es hablar contigo, a veces. Claro que me gusta que estés aquí, lo que no tiene sentido es que dejes tu carrera. Aprovecha que tienes una familia, yo no puedo darte nada -su rostro se desvanecía. – Vuelve a tu casa. No es necesario que pases esto conmigo.
Al día siguiente se fue sin decir nada, tal como había llegado. Pasé meses sin verla. Mi piso volvió a ser el lugar impersonal, que compartía con un montón de gente, donde sólo a veces me dejaba caer. Allí me acompañaban los seres que ella había dejado impresos en las telas, rostros que se desprendían de un magma con profundas bocas abiertas y ojos huecos. Cuando llegaba de madrugada me sentaba a observarlos, y me sumergía en aquel sentimiento de horror y necesidad que más tarde me sirvió para comprender su existencia.
Un día, un compañero de piso me contó que Muriel había estado allí la noche anterior. “Gritó tu nombre durante horas, pateando la puerta. Me asomé a decirle que no estabas, pero no me creyó. Insistía en que no le querías abrir porque estabas con otra”.
No pude soportar la idea de verla golpeando mi puerta, perseguida por sus propios miedos. Me dediqué a esperarla, bebiendo. Al cabo de algunas noches volvió a irrumpir, y esa vez me encontró. Tenía unas ojeras que competían con el negro de su mirada y el pelo desordenadamente corto. La abracé sin entender cómo había podido dejarla ir. Volvió a quedarse en mi casa y yo no me preocupé, por un tiempo, de cómo íbamos a sobrevivir. Sólo quería que volviera a ser la de antes, la cándida Muriel de mirada leve.
Ya no dormía como una niña, ni se levantaba a pintar. Había algo que no la dejaba traspasar al estado de los sueños, ni tampoco despertar. Cuando empezaba a quedarse dormida le daban una especie de espasmos, envueltos en gritos ahogados, como si se apoderaran de ella pesadillas horribles y, por más que la llamaba y la sacudía, me costaba mucho trabajo despertarla. Sin embargo, después no recordaba nada. "Sólo sé que trato de despertar y no puedo".
Quise que viviera como alguien normal y vendiera sus pinturas, que me parecían alucinantes. Le presenté al encargado de una galería que le dio algunos consejos, pero ella se enfureció y salió insultando a todo el mundo.
- No puedo pintar lo que me piden. Pinto lo que sale, no es mi culpa si a nadie le gusta.
- Lo que haces es bueno, pero tienes que aprender a escuchar. Por ejemplo, lo que te decía sobre forma y fondo...
- ¿A ése, escucharlo? –me interrumpió. -No sé quién se cree que es. ¿Te parece que mis pinturas son tétricas?
- Un poco... sí. Aunque a mí me gustan.
- No puedo venderme, no me pidas eso. No tú.
Una semana después consiguió trabajo de camarera en un restaurante. Le dije que sería un tiempo, hasta que pudiera exponer. Pero dejó de pintar. Yo no me preocupé demasiado, pensé que estaba cansada, que se repondría. También me acostumbré a sus pesadillas.
Hasta que una noche tuvo una tras otra, diez, veinte, treinta. Yo la despertaba cada vez, pero antes de dormirme volvía a sentir el temblor en la cama.
- Ya no te preocupes – dijo al fin. – No me despiertes, deja que se me pase solo. Tal vez sea un umbral que tengo que traspasar.
Le obedecí. Escuché sus gemidos, sus gritos en silencio, y debí hacer un esfuerzo por no socorrerla. Imaginaba a la pequeña Muriel golpeando la puerta, aterrada, y yo al otro lado sin abrirle. Lo que no me advirtió fue que ella, por sí misma, nunca podría volver.