Sabíamos
que era mentirosillo, pero nos hacía hasta gracia. En broma,
solíamos llamarlo “el Marqués” porque una vez contó una
increíble historia sobre sus antepasados. Nos reíamos y él también
se reía, y así todo quedaba en un juego. Cuando nos dijo lo de la
enfermedad, algunos dudaron que fuera cierto, pero a la mayoría nos
pareció demasiado grave para ser invención. Es más, se veía
realmente afectado. En un mes y medio bajó más de 10 kilos, y las
ojeras delataban su preocupación. Un día me llamó su hermana mayor
diciendo que lo veía muy mal, pero su familia no estaba en
condiciones de ayudarlo; su padre (quien supuestamente se habría
cambiado el apellido renunciando así a su linaje) vivía de una
jubilación muy limitada. La Seguridad Social no cubría ese tipo de
tratamiento y su única salvación era viajar a Boston, donde tenían
la tecnología para extirpar su sofisticado tumor.
Di
la voz de alarma y esa misma noche reuní a todos los del grupo. El
Marqués no se nos podía ir, no de ese modo, porque tendría sus
defectos pero era parte de nuestras vidas. Fue Manu quien sugirió lo
de la rifa, y Estela propuso lo del concierto benéfico. Lo
organizamos todo en tiempo récord y con una coordinación que
desconocíamos. Yo conseguí los grupos, entre mis alumnos del
conservatorio había varios dispuestos a tocar por la causa. Lola,
que tenía un puesto importante en la Renault, consiguió el Twingo
para la rifa. Y fue fácil que el Ayuntamiento nos prestara el teatro
e incluso ayudara con la publicidad. Cuando llegaron los de la tele
parecía que todo alcanzaba dimensiones exageradas, pero logramos
reunir casi el triple de lo que esperábamos. Cuando dimos al Marqués
la noticia se echó a llorar: “sois los mejores amigos del mundo”
(y de verdad que lo éramos).
La
despedida en el aeropuerto fue de lo más emotiva, el Guapi llevó la
guitarra y le cantamos y bailamos, y más de alguno terminó
llorando. No es que pensáramos que no volveríamos a verlo, pero en
cierto modo era el fin de una etapa de nuestras vidas.
Pasaron
casi cuatro años sin que tuviéramos ninguna noticia. Varios
intentamos averiguar, de manera infructuosa, a qué avanzado hospital
había ido a parar nuestro amigo. Yo por mi parte, no conseguía
explicarme cómo le habíamos perdido la pista de un modo tan tonto,
hasta recuerdo haber sentido una especie de culpa por haberlo dejado
partir solo en un momento tan delicado. Suponía que estaba vivo, de
lo contrario habríamos tenido noticias. Sin embargo la respuesta
llegó cuando menos la esperaba. Fue Alonso quien un día, viendo
fotos de algún amigo de un amigo de otro amigo, lo reconoció en
facebook. Lucía un espléndido bronceado y su inimitable sonrisa,
mientras sostenía en la mano derecha un mojito y con el brazo
izquierdo rodeaba a una rubia neozelandesa. Alguien lo había
etiquetado como “Latin Lover”.
Desde
entonces no dejo de preguntarme si sentirá algún tipo de
remordimiento, si habrá aprendido hasta dónde se puede llegar con
una mentira, si pensará que nunca va a encontrar amigos como los que
tuvo en el grupo. Nosotros, desde luego, nunca volvimos a salvarle la
vida a nadie.