20 abril 2011

Antes de la tormenta.

Era una mañana gris y húmeda; el cielo amenazaba con soltar un chaparrón en cualquier momento. Sin embargo, en el bosque brillaba una luz extraña. Estuve a punto de volver a casa a guarecerme, pero el trinar incansable que manaba del follaje, o el olor a hojas húmedas, o las raíces del castaño bajo aquella luz que todo lo transformaba en verde magma, me hicieron quedarme.
En períodos de estrés me gustaba ir a caminar a la naturaleza. Llevaba una temporada de esas en las que todo sale mal. Oscar, de quien me había enamorado perdidamente, había decidido marcharse con mi mejor amiga. Mi hijo Andrés, que estaba a punto de cumplir 10 años, me había anunciado el deseo de ir a vivir con su padre, con quien realmente no había convivido nunca. Mi vida era un cuadro clínico, no sabía por dónde empezar a remendarla para salir a flote. Todas las mañanas veía mi cara en el espejo y me decía: “Hoy no podré hacer mucho por mí, esperaré a mañana a ver si tengo mejor aspecto”. Entonces miraba hacia la puerta y sólo concebía salir de aquella casa cuyas paredes parecían constreñirse cada vez más. Salía del pueblo sin rumbo fijo; unas veces iba al río, otras a las huertas, otras al bosque. A menudo olvidaba mis problemas momentáneamente, como si mis paseos pertenecieran a otra realidad.
Pero aquella mañana definitivamente algo cambió. Mientras estaba bajo el castaño vi una luz blanca que saltaba entre los árboles como si alguien estuviera jugando con un espejo. Me esforcé en descubrir al responsable de la travesura sin encontrar a nadie. Luego deduje que era imposible que la luz fuera producto de reflejo alguno, ya que en el bosque no entraba ni un solo rayo de sol. Entonces apareció una segunda luz, de un color rosáceo, y luego otra azulada, y pronto estaba rodeada de una danza de luces de colores que parecían querer decirme algo. A pesar de la extrañeza no sentí miedo, por el contrario, me invadió una gran alegría. Recordé cuando era niña y me obsesionaba la idea de conocer a un hada. Hacía mucho tiempo que había olvidado ese sueño, sin embargo al ver las luces me sentí transportada a mi infancia y me asaltó la emoción que hubiera sentido en aquella época. Para mí eran hadas que jugaban a desconcertarme. Las seguí. Saltando de tronco en tronco me llevaron hasta un bosque de alcornocales. Todos los árboles habían sido descortezados hasta cierta altura, y los troncos desnudos parecían haber quedado congelados en medio de un baile. Me sumergí en una realidad que nunca había visto, aunque siempre había estado ahí. Sin moverse de su sitio, los árboles seguían manifestando su baile interno, yo podía ver lo que estaba ocurriendo en el corazón de cada uno de ellos. Había música, y el canto era una mezcla de alegría y dolor, porque a pesar de todo lo que pudiera pasarles, la vida seguía fluyendo y no cesaría jamás. Me sentí poseedora de una gran verdad. Emprendí el camino de vuelta con la sensación de que nunca más vería el mundo con los mismos ojos que antes.
De pronto algo cayó al suelo estallando fuertemente ante mis pies. Mi corazón dejó de latir. Cientos de gotas de color rojo encendido saltaron en todas direcciones. Pasó un buen rato hasta que comprendí que desde algún granado en lo alto había caído un fruto. Sin embargo preferí quedarme con la verdad que inventé en el instante en que mi corazón se paralizó. Recordando los detalles, no fue que el golpe me hubiera dado un susto; sentí el vacío justo antes que la granada cayera al suelo, y me figuré que el objeto caído era mi corazón. Al ver los restos sobre la tierra me convencí aún más de que era así: mi corazón ciertamente estaba como una granada rota, reventada, a medio desgranar. Comprobé que ya no sentía dolor alguno; aquello que antes me oprimía el pecho había salido de mi cuerpo.  
“Si ya no tengo corazón –pensé– ya no habrá nada que me haga sufrir”.
Esa misma tarde, cuando fui a buscar a mi hijo al colegio, me pareció que estaba más alto que el resto de sus compañeros. Supuse que hacía mucho tiempo que no lo observaba. Lo abracé fuerte, temiendo que me reclamara agobiado, pero en lugar de eso me respondió con otro abrazo meloso. Fuimos a comprar donuts de chocolate y, justo al llegar a casa, estalló una tormenta. Pasamos toda la tarde junto a la chimenea, jugando, dibujando, riéndonos. Y por la noche, cuando lo llevé a la cama, me dijo: “Mamá… ojalá todos los días fueran como hoy”.
Me di cuenta que llevaba mucho tiempo sumergida en mis problemas sin prestarle atención a él. Fue como despertar de un mal sueño. Aunque lo estaba viendo todo claro, me aventuré a preguntarle:
–¿Por qué quieres mudarte con tu padre? – a lo que él me respondió:
–Porque no me gusta Oscar, es un egoísta que sólo quiere que lo atiendas.
–Pero si Oscar hace más de dos meses que no está aquí.
–Ya lo sé –me dijo– pero te pasas todo el día llorando por él.
No era exactamente lo que esperaba escuchar, pero no tuve ninguna duda al afirmar:
–No te preocupes, te prometo que no volveré a llorar nunca más.
Se quedó dormido abrazándome, apoyado en mi pecho, y sólo entonces me di cuenta que mi corazón estaba latiendo. Era una suerte no haberlo perdido, después de todo.

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