19 abril 2011

Villarejo

Desde que tengo memoria, he visitado Villarejo. En sueños, porque de otra forma no sé llegar. Recorro su calle principal, que baja serpenteante desde la plaza hasta la iglesia, flanqueada por casas de piedra con puertas de madera, de esas que se puede abrir sólo la mitad de arriba. Me asomo cada vez que hay alguna entreabierta. He visto a la anciana que vive frente a la taberna horneando pan, a la hija del carnicero desangrando un cordero, a la mujer del Perdío dando a luz. Frente a la iglesia está la casa del padre Benito, y él siempre sentado en la acera, asoleando su calva, saluda a quien pase: “¿Adónde vas, niña?” “No lo sé, estoy paseando” le contesto. Nunca sé dónde me llevará mi paseo. Cuando terminan las casas, el empedrado continúa y se interna en las huertas. Después de la segunda curva llega al río. El puente es también de piedra, un arco rotundo.

Comencé a sospechar que Villarejo era real hace unos quince años. Una vez me acerqué caminando desde el río, recogiendo moras, y apresuré el paso al oír una música animada. Al llegar a la calle de la fuente, vi que todo el pueblo estaba reunido alrededor de varios hombres y sus instrumentos. Las mujeres ofrecían vino en grandes jarras de barro. Un anciano, a quien llamaban el tío Puli, entonaba con una voz imponente canciones con sabor a antiguo. Después de cada canción, el grupo se desplazaba frente a otra casa, de la cual emergían mujeres con nuevas jarras de vino.

La música era nueva para mí. Traté de memorizar algunas melodías, pero al día siguiente se habían esfumado. Sólo quedaba el recuerdo de los sonidos, el acordeón y las guitarras, y de haber empezado a ver borroso a causa del vino. Sin embargo, algunos meses más tarde, escuché en la radio una canción que reconocí entre las de aquella fiesta. Era una melodía triste y pegajosa. Contaba la historia de un niño que había sido criado por una pantera. No podía haberla oído en ningún otro lugar. Me quedé helada, tanto, que tardé varios días en reaccionar. Cuando al fin lo hice, llamé a la radio para preguntar de dónde habían sacado esa canción. Resultó haber sido un programa especial, con música tradicional de algún sitio que nadie supo especificar, para el cual alguien inubicable había prestado unos discos muy raros.

Desde entonces, no he dejado de buscarlo. En cada revista de viajes que ha pasado por mis manos, en cada foto, cada postal y catálogo de turismo, he indagado si existe algún pueblo que se parezca al mío. Cuando conocí a Esteban, lo convencí de hacer un viaje en el que recorriéramos algunos pueblos de Asturias y Galicia, de los que había visto fotos convincentes. Le conté la historia de Villarejo y creyó que estaba un poco loca, pero en esos tiempos le parecía hasta divertido que así fuera. Finalmente nos convencimos que los pueblos son millones y Esteban decidió que era más interesante conocer las grandes ciudades y sus museos.

No tuve más alternativa que seguir con mis visitas nocturnas. Allí la gente ha crecido y envejecido conmigo. A Nacho, el sordomudo, lo solía ver desde lejos haciéndose entender mediante gestos con todo el mundo. Fue hace poco más de un año cuando lo conocí bien. Se acercó a mí en el bar y me dijo, apoyando el índice sobre su pómulo, que me había visto muchas veces, y con la palma de la mano paralela al suelo, ascendiendo por varios escalones imaginarios hasta llegar a mi altura, me hizo entender que me conocía desde niña. Luego imitó mi forma de caminar, como flotando, mirando siempre hacia arriba. Me había observado tanto como yo a él.

Subimos a los riscos, en burro, hasta un lugar desde el que podíamos ver todo el valle. A nuestros pies, Villarejo se moldeaba a ambos lados de la calle larga, ramificándose en pequeñas callejuelas retorcidas. Al centro la iglesia, el gran bloque de piedra dominando los techos rojos. Y a lo lejos, otros cuatro pueblos esparcidos por el valle, cada cual con su iglesia y cementerio. En el más grande, un castillo feudal descansaba sobre una colina. Me enseñó desde lo alto todos los caminos y atajos que unían los cinco pueblos. Sin embargo, no vi ningún camino que se alejara del valle. De hecho, Nacho nunca había salido de él.

En esa época, con Esteban decidimos tener un hijo. Llevábamos diez años juntos y hacía al menos cinco que él me lo pedía. Reconozco que me daba miedo, sospechaba que algo así me haría poner los pies en la tierra, y no estaba segura de querer permanecer a este lado. Tal vez debido al vértigo que me producía la decisión, me refugié más que nunca en Villarejo. Mis paseos dejaron de ser en solitario, Nacho empezó a acompañarme en todos ellos. Recorrimos callejuelas y arroyos, juntamos setas después del aguacero, hicimos fogatas para asar castañas. Su compañía era lo que había buscado todos esos años, y pronto su lenguaje sin palabras se me hizo tan fácil como lo era todo con él. No hacía falta explicarle de dónde venía ni cuándo volvería a verlo, bastaba con pasar las horas a su lado.

La primera vez que hicimos el amor, fue un día de lluvia. Paseábamos por los castaños cuando debimos refugiarnos, empapados, en un granero. Y ahí, entre el olor del trigo y de su pelo mojado, sus manos le hablaron ya no a mis ojos sino a todo mi cuerpo, diciéndole que se había equivocado al nacer, que su lugar era aquel granero, su humedad la de aquel día, su idioma el de las caricias que estaba conociendo. Yo no supe qué decir, pero con él los silencios no estorbaban.

Cuando me enteré que estaba embarazada, empecé a ir cada vez menos a Villarejo. El asco y el insomnio conquistaron mis noches y, al ver la felicidad de Esteban, pensé que valía la pena la privación. Al principio no dejaba de preguntarme si Nacho me extrañaría, pero con el tiempo, los cambios en la casa y en toda mi vida me ayudaron a dejar de pensar.

Y ahora que nació el niño, poco a poco han ido volviendo a mi memoria sensaciones de aquel tiempo.  Al verlo por primera vez, sin tener claro aún por qué, me empeñé en que su nombre debía ser Ignacio. Después empecé a poner más atención en sus rasgos. Nunca he sabido qué responder a los infaltables "¿a quién se parece?" pues, aunque Esteban insiste en que es igual a mí, yo creo que su nariz es más recta que la mía y que el color canela de su piel no lo tiene nadie más en la familia.

Dejé de pensar, ésa es la verdad. Hasta esta mañana. Había trasladado el moisés al comedor, para verlo dormir mientras ordenaba los restos de la cena. Fue al volver desde la cocina con toda la loza que iba a guardar en el aparador, cuando me tropecé justo al lado de la pequeña cuna. Un estruendo enorme, todos los platos hechos añicos, y mi instinto materno hizo que me preocupara más por despertar al niño que por los platos. Sin embargo él, imperturbable, siguió durmiendo tan profundo como nunca he visto dormir a nadie.

No hay comentarios:

Publicar un comentario