19 abril 2011

El tío Vicente

A los doce años, descubrí que estaba enamorada del tío Vicente. Fue por la manera en que me miró, con sus ojos rasgados y luminosos que siempre parecían estar sonriendo, aquella Nochebuena. Yo había empezado a dar el estirón, aunque después crecí mucho más, y mi cuerpo apenas dejaba vislumbrar unas pequeñas protuberancias en mi pecho. El tío se ocupó de repartir los regalos y me pasó un paquete diciendo: “tu primer regalo de mayor”. Era un conjunto de braguita y sujetador a rayas, celeste con blanco. La tía Rosa trataba de dar explicaciones, complicada entre la insistencia de su marido en comprarme algo así y el cuidado que debía tener con los más chicos, que todavía creían en Papá Noel. Yo estaba feliz, porque el año anterior me habían regalado una cocina para la casa de muñecas que terminó usando mi hermana Marta, que es seis años menor que yo. Fui a mi habitación y me puse el conjunto debajo del vestido, y el tío se dio cuenta porque apenas volví me preguntó si me había quedado bien. Y me miró así, como a mí me gustaba.

Ese verano fui a pasar dos semanas a la casa de ellos, en la playa. Mis primos se lo pasaban jugando a la pelota y la tía Rosa casi no bajaba a la playa porque Camilo estaba recién nacido. Yo me quedaba tomando sol y el tío me decía que tenía una piel muy bonita, que le encantaba mi color canela y el dorado de los pelitos sobre mis hombros, mientras me echaba bronceador por todo el cuerpo. Sus manos despertaban cada uno de mis sentidos a algo que desconocía y anhelaba. Mantuvimos el juego por varios días, acercándolo cada vez más a los límites de lo prohibido. Hasta que una noche no aguantamos más. Me sugirió que, cuando todos se hubieran dormido, nos encontráramos en el garaje, y yo esperé más ansiosa que nunca que los niños terminaran su juego y el bebé dejara de llorar. Llegué en camisón, sin nada debajo, y esperé sentada en una caja. Luego llegó él y se arrodilló frente a mí, sin decir nada ni encender la luz, y acarició cada parte de mi cuerpo, primero con sus manos y después con su boca. Con la camisa de dormir enrollada alrededor de mi cuello, me sentó en una mesa quejumbrosa después de empujar hacia atrás un montón de herramientas. Yo lo abrazaba por la cintura con mis piernas y le mordía el cuello de la camisa para no gritar.

Desde entonces, lo hicimos cada vez que hubo oportunidad. En medio de las fiestas familiares, en casa del abuelo o en la piscina, total siempre había algún primo recién nacido que acaparaba la atención de los demás. Pero mi lugar favorito era la casa de muñecas. Ahí el tío parecía todavía más grande de lo que era, con el mechón de su escaso pelo cayendo sobre la frente y su sonrisa que era como para quedarse suspendida en el tiempo. Yo le decía que era un gigante y él, que yo era su princesa cautiva.

Me empecé a sentir mucho mayor que la gente de mi edad. Cuando mis amigas insistían en salir con los de la clase superior y comenzaban a cogerse de la mano y a llamarse por teléfono, yo veía claramente que todo era una pérdida de tiempo. Lo mío era más importante, pero no se lo podía contar a nadie. Mi amante era grande, sin espinillas, sin la desproporción entre la nariz y el resto de la cara que suelen tener los adolescentes, ni el descontrol de sus extremidades que los hace tan torpes. Mi amante era de verdad, sin rodeos, sin dudas y me quería. Eso me dijo durante varios años.

Yo le hacía caso en todas las reglas que proponía: en el anonimato absoluto de los regalos que me hacía; en la precaución de encontrarnos a unas cuantas calles del colegio, sin que nadie nos viera; y en llamarlo tío aunque estuviéramos solos. Una vez intenté llamarlo Vicente, pero él tuvo una especie de crisis de pánico. “No me digas así. Si alguna vez se te sale delante de alguien"... Tenía mucho miedo de que la familia sospechara.

Él siempre llevaba la cuenta de mis reglas, yo no tenía que preocuparme de eso. Claro que una vez se equivocó. O mi cuerpo tuvo un desajuste, porque a finales de primero de bup la regla no llegó más. Me llamaba todos los días para preguntar, hasta que lo confirmamos con un test que él compró en la farmacia.
-          No lo puedes tener. Lo sabes, ¿verdad?
Yo lo sabía muy bien, pero me dolía la idea de deshacerme de algo suyo.
-          Sólo quiero que me prometas que, cuando sea mayor, tendremos un hijo.
-          Cuando seas mayor, sí. Pero ahora tu padre me mataría, o al menos me mandaría a la cárcel.
Un viernes pasó a recogerme a la esquina de siempre, pero no a la salida sino a la hora en que debía entrar a clases, para llevarme a la clínica. Allí me hicieron firmar un montón de papeles que no leí bien, pero que decían algo así como que yo era la única responsable de lo que pudiera pasar. Después no recuerdo mucho más. Sólo que cuando subí al coche sentía que me desangraba, y el tío decía muy nervioso que así no podía llevarme a mi casa. Desperté cuando llegábamos al piso de un amigo suyo. Yo había estado ahí porque siempre le dejaba las llaves cuando viajaba. Estaban las cortinas cerradas y la cama sin hacer, y el tío la estiró muy rápido para tenderme encima.

Cuando desperté ya estaba oscureciendo y la sangre había parado. Me puse la ropa frente al espejo del baño, pensando que no era yo quien se vestía. Estaba dispuesta a salir cuando llegó a buscarme.
-          ¿Cómo estás? -preguntó asustado. -No contestabas el teléfono.
-          Dormí todo el día.
Había algo en su preocupación que lo distanciaba, como si hubiera preferido no enterarse de nada. Cuando me llevaba a mi casa se me ocurrió pedirle que se quedara un rato conmigo, más por oírle decir alguna palabra dulce que porque realmente lo quisiera a mi lado.
-          No puedo, tengo que llegar temprano. Hoy tampoco se ha sentido bien tu tía.
-          ¿Por qué? -pregunté, y su silencio consiguió que mi propia indignación me diera la respuesta. -¿Está embarazada? ¿Nos embarazaste a los dos al mismo tiempo?

Sentí que mi sangre entraba en ebullición a la altura de las sienes, nublando mis sentidos, y sólo podía ver mis puños golpeando una y otra vez su hombro mientras escuchaba una voz lejana, que era la mía, repitiendo “¡Mierda, mierda, mierda! ¡Dijiste que me querías a mí, dijiste que me querías a mí...!”

Él nunca entendió mi rabia, y creo que a partir de entonces le empezó a gustar menos estar conmigo. Lo obligué a prometer que, cuando fuera mayor de edad, nos iríamos juntos a algún país lejano, aunque ni siquiera eso me sirvió de consuelo.
-          Sí, princesa –me decía al principio. -¿Dónde quieres que vayamos?
Cada día soñábamos con un lugar diferente. Pero él fue perdiendo el entusiasmo. Cuando cumplí dieciocho y por fin podía decidir qué hacer con mi vida, él ya me había hecho poner los pies en la tierra.
-          No puedo, Elisa, ya estás mayor para entenderlo.
Había deseado tanto ser mayor... sin embargo al escuchar sus palabras, que me llamaban por mi nombre, sólo podía pensar en retroceder el tiempo y volver a ser su princesa.
-          No voy a dejar a mi familia, ellos me necesitan más que tú. Ya es hora que te busques a alguien de tu edad, no deberíamos seguir viéndonos.

Esa noche llegué pateando puertas y me encerré a llorar, y lloré hasta sentir que me reventarían las amígdalas. Mi madre llamó a la puerta varias veces ofreciéndome todo tipo de infusiones y consomés, pero yo no abrí hasta que ya no se escuchaba a nadie levantado en la casa. Estaba en la cocina sirviéndome un vaso de vodka, cuando vi a Marta en el pasillo.
-          ¿Qué te pasa? –me preguntó.
-          Nada. No te puedo contar.
-          Cuéntame. Ya no soy tan pequeña como tú crees.
La miré con desprecio y me volví a encerrar, después de decirle:
-          A mí me parece que todavía eres muy pequeña.

No volví a verlo hasta Navidad. Estaba muy nerviosa, no podía soportar la idea de verlos a todos: Al tío Vicente, con sus pantalones que siempre parecían estar a punto de caerse, escondiendo los regalos; a mis primos, ruidosos e intrusos que no maduraban nunca; a la tía Rosa, eligiendo en voz alta el nombre para su quinto hijo; y a mi madre proponiendo conjuros para que esta vez, por fin, naciera “la niñita”.

Me las arreglé para que un compañero, que se me había declarado en la fiesta de fin de año, me pasara a recoger después de la cena, para que el tío Vicente se muriera de celos. Pero justo cuando llegó a buscarme, él no estaba por ninguna parte. Al despedirme, no pude dejar de preguntar:
-          ¿Dónde está el tío?
-          No lo sé, hace rato que no lo veo –me contestó tía Rosa.
-          ¿Y Marta? -dije de pronto, y el abuelo respondió distraído:
-          A la niña la vi afuera. Me pareció que jugaba en la casa de muñecas.

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