20 abril 2011

Según cómo se mire.

“No corras, que don Hilario está enfermo”... recuerdo la voz de mi hermano, repitiendo la regla inquebrantable de las visitas que hacíamos a casa de la tía Carlota. En ella vivía un hombre mayor, postrado en una cama, cuyo rostro no recuerdo. Su habitación estaba al final del eterno pasillo que siempre tentaba a mis carreras. Ese pasillo que empezaba en el vestíbulo, frente a la puerta de madera pintada de verde –en el centro una mirilla circular por donde se asomaba la tía antes de abrir y siempre me hacía mucha gracia.- Luego se extendía como un túnel, siempre oscuro, pasando por las habitaciones, la pequeña salita del teléfono y la cocina. Una lucecita roja, apenas perceptible pero terminante en la oscuridad, seguramente una pequeña bombilla asida del enchufe, anunciaba el punto en que el pasillo doblaba hacia la derecha, llevando al comedor, la sala, el cuarto de baño principal y el dormitorio. La madera del suelo crujía. La madera siempre cruje cuando no debemos hacer ruido.

El lugar más luminoso de la casa me pareció, desde los primeros años, la cocina. La claridad de los muebles y las baldosas contrastaba con el resto de la penumbra que habitaba diariamente mi tía abuela. Era una cocina moderna, con muebles de formica color hueso que rodeaban todo el recinto. Al centro, la mesa con dos sillas donde desayunábamos cuando me quedaba a dormir con ella. En esas mañanas aprendí que el zumo de naranja debe tomarse antes que la leche, algo que jamás he podido hacer al revés. Y que los donuts están más buenos cuando se han comprado ese mismo día, porque la tía siempre madrugaba para ir a comprarlos.

A la habitación del fondo no creo haber entrado mientras vivió don Hilario. De la sala, probablemente mis recuerdos también sean posteriores. La tía viuda, comiendo en la mesita junto al sofá esquinero, discutiendo en voz alta todo lo que decían en la televisión. Junto a la ventana cardenales, pensamientos y la jaula del canario. Abajo, la calle Viriato. Frente al sofá una gran biblioteca con la tele en su centro, y alrededor colecciones de literatura clásica y enciclopedias variadas, ordenadas rigurosamente por tomo, que rara vez salían de su sitio. En la parte inferior del mueble, una portezuela despertaba especialmente mi curiosidad: la de los álbumes de fotos. El bautizo de mi padre, la tía a caballo con traje de montar, viajes a Venecia, París, Barcelona. De él pocas fotos; de ella casi todas.

- Tía, ¿por qué no tuviste hijos?– recuerdo haber preguntado una vez.
- Porque hay quien los tiene y quien no los tiene.
Sus respuestas eran siempre escuetas y tajantes. Con el tiempo me fui enterando de los detalles. La tía Carlota se había casado mayor, a punto de llegar a los sesenta, con don Hilario ya muy enfermo.

A mis catorce o quince años tuvimos las dos una conversación acerca de mis padres. Ellos estaban pasando por una más de sus crisis, saltaban de forma cíclica de ser vistos por todos como la “pareja ideal” a odiarse con tal furia que a menudo terminaban haciéndose daño. Yo, adolescente e idealista, opinaba que debían separarse para tener la oportunidad de rehacer su vida cada cual por su lado. No recuerdo cómo llegamos a ese punto, pero sí que en un momento, justificando mi visión del amor como algo que puede terminar naturalmente, afirmé:
- Yo no me imagino querer sólo a una persona durante toda la vida.
Ella hizo una mueca, entre sonriente y reflexiva, para responderme:
- En cambio yo, que quise a un solo hombre toda mi vida, no me imagino haber querido a otro.
De alguna manera aquella frase quedó flotando por mucho tiempo, haciéndome sentir que, pasara lo que pasara, siempre tendría allí un lugar seguro, un amor incondicional que me recibiría con donuts frescos y consejos que probablemente no seguiría, pero igual me gustaría escuchar.

Al comedor no entré jamás. Recuerdo haber visto tras la puerta de cristal la gran mesa, con diez o doce sillas condenadas a no recibir nunca invitados y una lámpara de lágrimas cuya limpieza era una de las preocupaciones crónicas de mi tía. Dos veces al año pedía a mi padre que la descolgara de su gancho y la bajara hasta la mesa. Ahí ella efectuaba su meticulosa limpieza para volver a condenarla a su condición de arácnido de cristal, eternamente suspendido, al acecho de iluminar alguna improbable cena.
Yo me asomaba, eso sí, para espiar el rincón lleno de muñecas antiguas que descansaban en una butaca, y que si duda me estaría prohibidísimo tocar. Había un muñeco negro de porcelana muy fina, llamado Baltasar, que luego la tía me regaló (cuando ya no estaba en edad de jugar a las muñecas) y que me ha demandado gran esmero en cada una de mis posteriores mudanzas.

Yo estaba viviendo en el extranjero cuando la tía murió y repartieron sus cosas entre sobrinos y ahijados. Mi hermana me reservó un abrigo de terciopelo color vino. No sé dónde habrán ido a parar las fotos, me hubiera gustado conservar un álbum. De todos los recuerdos de mi infancia, el lugar que más frecuentemente visito en mi memoria es aquel piso, que heredaron los hijos de don Hilario. Por eso, cuando regresé a Madrid y vi aquel cartel “se vende”, la tentación de volverlo a visitar fue irresistible. Llamé haciéndome pasar por compradora para recorrer aquel pasillo una vez más; para medir las habitaciones, ahora vacías, con la objetividad de ser adulta; para retener en la memoria cada rincón, con la certeza de la última vez. Quedamos el miércoles a las tres.

Me puse mi abrigo de terciopelo y una falda hasta la rodilla, lo más formal que encontré. Entré al edificio con la solemnidad que merecía aquel vestíbulo todo revestido de mármol, lleno de espejos biselados y apliques de bronce. El ascensor al final del corredor, me llevó una vez más al “4º B”. El timbre seguía siendo una manija giratoria, con forma de mariposa, pero esta vez nadie usó la mirilla antes de abrir. Un hombre muy alto y corpulento, con un cuello que parecía a punto de hacer reventar el nudo de la corbata, se presentó como Luis Marañón. En una cadena de amabilidades, me enseñó uno por uno los espacios que yo conocía de memoria. El pasillo, con todas sus luces encendidas, parecía más corto y vulgar. La cocina, aunque era el único recinto que mantenía sus muebles, se veía terriblemente vacía. Olía a lejía y no a pan tostado con mantequilla. La sala sin tele, ni plantas, ni canario, estaba inundada de frases que la tía Carlota alguna vez formuló. Siéntate bien. No hables con la boca llena. Recógete el pelo para comer. Una mezcla de órdenes y cuidados que no sé cómo se las ingeniaba para cargar a la vez de ternura. Y agradecimiento. Siempre sentí que agradecía tanto mis visitas, y las ganas con que rebañaba todos sus platillos, y la atención con que oía todas sus historias.

Cuando terminamos el recorrido protocolar, mi sonriente anfitrión me hizo la pregunta para la cual me había preparado antes de entrar, pero que casi había olvidado:
- ¿Qué le parece?
- Es precioso... pero mucho más grande de lo que necesito.
- Ah, en realidad no es tan grande...– él también tenía su respuesta a mano. Me empezó a sugerir una serie de cambios que podían hacerse para optimizar las distancias. Eliminar la circulación de servicio, que en estos tiempos es un derroche de metros cuadrados, conectar el baño con el dormitorio de invitados…
– Además, la familia luego crece ¿tiene usted hijos?

En la salita, el mismo teléfono de disco descansaba ahora en el suelo. Me senté junto a él, tratando de adivinar en qué lugar del pasillo habrían encontrado a la tía, tirada en el suelo y con la cadera rota, antes de llevarla a pasar sus últimos días en el hospital.
- No, no tengo hijos. – Me encontraba en tal estado de turbación que, no sé por qué, comencé a contarle mi vida al desconocido. Que había vivido muchos años fuera y ahora pensaba radicarme otra vez en Madrid. Que había estado casada pero mi vuelta la planeaba sola. Que el barrio me gustaba mucho, porque de niña había vivido cerca. Nada de lo que dije era mentira. Sólo omití mi parentesco con la última habitante del lugar.
Marañón, en un heroico acto de confianza, se recogió los pantalones para sentarse en el suelo, frente a mí. Aproveché la actitud relajada para interrogarlo.
- Y dígame, ¿vivió usted en este piso?
- No, no. Era de mi padre, que en paz descanse.
- Entonces él vivía aquí.
- No, bueno sí, al final. – Empezó a jugar con una pluma cross sobre su rodilla, titubeando si contarme o no. Mi expresión interesada debió haberlo ayudado a decidirse.
- Este lugar es un problema para la familia. Aquí mi padre mantuvo a su querida. Mi pobre madre sufrió mucho. Murió sabiendo que se iría con la otra apenas se viera libre. Y fue lo que hizo, al enviudar se casó con esa bruja. –Siguió haciendo puntos imaginarios en su pantalón, con ambos extremos de la estilográfica.– En el testamento, dejó prohibida la venta de esta casa mientras ella viviera. Y la maldita lo sobrevivió por más de veinte años. –Me sonrió tratando de hacerme cómplice.– Usted comprenderá, hace unos años se habría vendido mucho mejor. Hoy nadie quiere vivir en pisos como éste.

Miré la hora, con gesto preocupado, para evitar que siguiera hablando. Se puso torpemente de pie y me ofreció una mano para que lo siguiera, retomando su discurso.
- Si está interesada o lo quiere volver a visitar, no dude en llamarme. Me pareció que le gustaba y, ya sabe, podemos llegar a un acuerdo, usted hágame una oferta y hablamos...
Al llegar a la puerta, con la garganta comprimida, tuve el impulso de reivindicar la imagen de mi tía abuela.
- Después de todo, si él la quiso, no puede haber sido tan mala. – dije con un hilo de voz. El escribió algo en una tarjeta de visita y, recuperando su sonrisa habitual, me la extendió diciendo:
- Era una vieja de mierda.

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