20 abril 2011

Demasiado tarde.

Hacía tres meses y medio que esperaba la lluvia. Mientras más ansioso aguardaba, parecía que más se empeñaba en teñirse todo de marrón. Las nubes pasaban incólumes, frescas, como cometas a la deriva, sin la menor intención de convertirse en chaparrón. Al principio regaba como podía, cargando agua desde el pozo, hasta que temí que éste, igual que el cielo, terminara por secarse.
Lo primero en perderse fueron los melones. Cuando supe que no habría agua suficiente, los arranqué de raíz. Así aprovecharía mejor la poca que lograra conseguir. Por las noches me pasaba horas mirando a las estrellas, pidiéndoles que me enviaran alguna señal. Pensé que si veía una estrella fugaz, me indicaría la dirección en que podría encontrar agua. Pero nada en el cielo se movía. Y en la tierra, hasta los sapos dejaron de cantar.
Una noche encendí un cigarro mientras miraba al cielo. No solía fumar, pero la ansiedad me hacía actuar de forma extraña. Caminé entre los pimientos, palpando los frutos raquíticos y las hojas que se deshacían al apenas rozarlas. Seguí caminando hasta el final de la huerta, atravesé la alambrada y caminé aún más, acercándome a la luna que emergía redonda y ámbar. No sé cuánto anduve antes de darme cuenta que aún llevaba el cigarro en la mano, apagado. Al mirarlo con la luz de la cerilla que acababa de encender, observé que la brasa del tabaco había caído entera. Entonces sentí un vacío en el estómago, una corazonada incierta, y apresuré la marcha dando media vuelta. Fue al llegar a lo alto de la colina cuando tuve la evidencia, aquella luz anaranjada que se extendía por todo el maizal, como un reptil tras su presa, y luego trepaba por el viejo roble iluminando hasta las colinas del sur. Corrí hasta la cabaña, cruzando la huerta en llamas, sabiendo que ni toda el agua que pudiera dar el pozo sería suficiente para apaciguar el incendio. Me concentré en eliminar el pastizal que rodeaba la cabaña, consciente de que era lo único que merecía la pena salvar. Pasé toda la noche luchando contra el dragón que yo mismo había engendrado. Machete en mano, cortando todo lo que aún pudiera ser vulnerable. Cuando amaneció, el fuego comenzaba a extinguirse. La luz del sol reveló un escenario teñido de negro, humeante aún, donde, como peces, de vez en cuando brillaban pequeños focos incansables, raíces tal vez que no acababan de consumirse. Todos mis esfuerzos de meses por salvar la cosecha, después de una sola noche no valían para nada. Todo era ramas secas convertidas en ceniza. Me senté en el porche, rendido, y quedé inconsciente de puro cansancio. Me despertó el primer trueno, al que siguió un destello y otro trueno. Entonces vi que el cielo se había vuelto una densa manta gris, que rápidamente empezó a deshacerse para dar vida al más intenso aguacero que he visto caer sobre estas tierras.

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