19 abril 2011

Rutina

Despertó a la hora de siempre (a la hora solar, pues poco le importaba lo que indicaran los relojes) y esperó un buen rato, mirando hacia el pasillo. Luego estiró con cuidado cada extremidad y cada articulación de su cuerpo, como había hecho todas las mañanas de su vida, antes de dirigirse a la habitación en que dormía la anciana. Ella se levantaba un poco más tarde, cuando la avenida Pedro de Valdivia comenzaba a hervir al ritmo de los adoquines.

La vigiló desde la puerta, atento al primer movimiento de su mano o de sus párpados. Sólo después de la señal correría a saludarla, buscando su caricia desde el borde de la cama. A veces ella tardaba un poco más en despertar, cuando había pasado la noche en vela y conciliado el sueño al amanecer. Entonces él esperaba, con la mirada prendida en la cama.

Transcurrió media mañana sin que la anciana hiciera el menor gesto. El bullicio que horas antes entraba por la ventana del comedor, se había transformado en un murmullo. Probablemente era la hora de su siesta en el balcón, pero no podía sino continuar vigilando, pues su rutina se había quebrado hasta que se cumpliera con el paseo matutino. No orinaba desde la tarde anterior y la vejiga comenzaba a dolerle.


Cansado de la espera se acercó sigilosamente, metió la cabeza por debajo de la sábana y encontró la mano de ella después de mucho buscar. Cuando la sintió resbalar por su nuca y caer rozando el suelo, sin antes abrirse para esbozar una caricia, creyó que después del brazo caería todo el cuerpo de la mujer sobre él. Saltó hacia atrás precipitadamente, pero nada ocurrió. Seguía sin orinar y, después del movimiento brusco, la vejiga anunciaba que podría estallar en cualquier momento.

La anciana no despertaba y en su sueño se había saltado el paseo, el desayuno, la siesta al sol y la cocina. Cuando se empezaron a sentir los olores a cebolla frita y caldo de los pisos vecinos, no recordó que a esa hora ella debía estar cocinando y él mirando con atención cada uno de sus movimientos.

A la hora en que solía dormitar escuchando el zumbido del televisor, se dedicó a recorrer el piso, desde la cocina a la habitación, cruzando el comedor por el lado izquierdo de la mesa, en ocasiones asomándose a la habitación contigua. Decenas de veces. En alguna ida o venida, circulaba alrededor del cesto que estaba en el pasillo, junto a la puerta de la habitación. En otras incluso entraba en él, daba una vuelta alrededor de sí mismo y se acurrucaba sobre el cojín. Pero al pasar un rato algo lo impulsaba a retomar su recorrido sin fin, para confirmar que nada había cambiado.


La puerta del lavadero estaba semiabierta. Ella siempre la dejaba así previendo que, algún día, él tuviera necesidad de evacuar y no pudiera salir a la calle. Aunque nunca había sucedido; él respetaba perfectamente el horario. A veces pasaba tardes enteras dando miradas insistentes a la puerta, clavado frente a la mujer, pero más por aburrimiento que por verdadera necesidad. Hasta ahora, nunca había sentido desesperación. Mientras más vueltas daba, más pequeño se le hacía su mundo. Y aunque se asomó más de una vez por la puerta del lavadero hacia afuera, no recordó que en ese lugar había hecho sus necesidades durante los primeros meses de su vida, sobre unos periódicos viejos, y luego en el suelo de baldosas que la anciana fregaba repitiendo "Aquí no, Simón. Eso se hace en la calle..." De eso hacía ya demasiado tiempo. Si algo recordaba de entonces eran imágenes sueltas, que lo sorprendían en sueños, como la del paseo al campo en que había estado a punto de alcanzar al conejo, o el día en que había montado en el ascensor abierto, o las innumerables veces que lo habían hecho caminar por encima de las rejillas del metro, y él tenía la aterradora sensación de estar levitando.

Aturdido de ir y venir, tuvo el impulso repentino de orinar en el jarrón sirio de la sala. La alfombra se empapó del olor que le gustaba reconocer en el escaño de la plaza, el imperdonable, el que había logrado dominar como su territorio. Pero junto con el alivio lo invadió el recuerdo de la calle, cruzar corriendo tras la señal de la mujer y
revolcarse en el césped recién cortado, rastrear la huella de algún vecino que hubiera esperado un taxi en la parada, seguir una bolsa con pan tibio en manos de
un transeúnte. Estaba empezando a oscurecer y, definitivamente, no se podía quedar sin su paseo de la tarde.

Escuchó a los perros del barrio ladrar y se sumó a ellos, aunque nunca lo había hecho, ni siquiera cuando caminaba por fuera de sus jardines, libre al otro lado de las rejas, atado tan sólo a la compañía de la anciana. Esta vez ladró sin reparar en si ellos lo escucharían, dando vueltas alrededor de la mesa, siempre en el mismo sentido. Fue entonces cuando supo que algo muy grave ocurría y que debía salir de allí. Ladró sin parar durante más de media hora, dirigiendo su voz a la ventana, luego al cuerpo sobre la cama, hasta convertir su reclamo en un aullido suplicante. Volvió a ladrar, afónico, al escuchar voces en la puerta, y apenas ésta se abrió su vista se fijó en el espacio vacío entre la media docena de piernas, el suficiente para llegar de un brinco al primer escalón y bajar las tres plantas, empujar la mampara que siempre quedaba mal cerrada, cruzar a la plaza y seguir corriendo, primero por el puente y después por la avenida Bilbao, y cruzar calles sin alcanzar a pensar si debía haber esperado la orden, aunque sin saberlo, nadie más volvería a llamarlo por su nombre.

1 comentario:

  1. Este relato, junto con los tres anteriores (Villarejo, El Tío Vicente y Los Sueños de Muriel) fueron escritos en el taller literario que impartía Carlos Franz, en Santiago de Chile, entre 1998 y 2000.

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